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La aventura que nunca termina

Llegados a esta fechas, parece que hay que cumplir con otra de las tradiciones de estos días y echarle un vistazo a lo que pasó en el 2011. Todavía se me erizan los pelos de los brazos cuando recuerdo, a principio de este año, las expediciones invernales al Karakorum que lograron el reto 'imposible' de subir una de las cinco montañas que se encuentran en Pakistán, hasta entonces no escaladas en invierno. Como estuve allí hace unos años, sé lo que cuesta aguantar dos meses en un lugar donde, recordando a un explorador del siglo XVIII, "sacrificamos nuestra salud, nuestros sentimientos, nuestros placeres, por el honor de seguir un curso que no había seguido nunca nadie". Estuvo también mi buen amigo Alex Txikón que, por poco, no lo logró y que vuelve a intentarlo dentro de unos días. Algo parecido a las dos expediciones polares que estos días están en la Antártida, encabezadas por Ramón Larramendi (probablemente el mejor explorador polar español de todos los tiempos) y Alberto Iñurrategui (quizás el mejor alpinista español en la actualidad). ¿Qué impulso mueve a las personas a sacrificarse por adentrarse en lugares que nadie lo hizo antes? Siempre he sentido una enorme curiosidad por entender qué pasa en la cabeza de una persona cuando decide tirar por la ventana todo lo que tiene, dejar una vida acomodada y acometer una aventura de mucha incertidumbre y gran riesgo, con privaciones, pasando frío, llevando el cuerpo hasta los límites de la extenuación.

Claro que no es un impulso nuevo, es el mismo que lanzó a Orellana al Amazonas o a Ladrillero a Tierra de Fuego, aunque muchas veces, como ellos, terminaran perdiendo la vida. Pero sin ellas, ni nosotros ni nuestros conocimientos serían lo mismo. Fue la curiosidad del Renacimiento la que nos hizo romper moldes y progresar. Y me gusta pensar que ese mismo impulso, curioso y decidido, sigue vivo. El mismo que lanzó a la austriaca Gerlinde Kaltenbrunner a la vertiente norte del K2, convirtiéndose así en la primera mujer en lograr los catorce ochomiles sin utilizar oxígeno, de una forma limpia.

Frente a estas aventuras, los shows que satisfacen el morbo de cadenas de televisión, o la ambición de individuos con pocos escrúpulos, no merecen el nombre de aventura. Como la consecución de las siete cimas más altas de los siete continentes por Jordan Romero, un adolescente de quince años impulsado por su padre a un juego tonto y arriesgado, a mejor gloria del mismo, del padre se entiende. Habría hecho mejor dejándole en la escuela estudiando el Renacimiento, ese impulso que cambió el mundo. Feliz año, amigos.