El Calderón se merece otro final
Pobre Calderón, que tantas cosas ha visto. Pobre Manzanares, que de alegrías descomunales y desastres esplendorosos ha pasado a esta eterna sucesión de grises decepciones y éxitos tan esporádicos que ni se los cree ni reconstruye desde ellos. No hay cosa peor para una afición que estar rodeada de apatía, mediocridad, el perpetuo "mañana será otro día". Para eso está la vida real. Ir al fútbol, experiencia nacida para apasionar, se ha convertido en rutina para muchos rojiblancos: soy del Atleti (eso no se negocia ni en tiempos oscuros), voy al campo, aplaudo si hay gol, canto si otro empieza, protesto tibiamente si se arranca el de al lado y vuelvo a casa, moderadamente feliz si Kun ha estado inspirado, razonablemente enfadado si la defensa la ha vuelto a liar.
Como Norma Desmond en El crepúsculo de los dioses, la afición del Atleti empieza a vivir más del pasado que de su realidad actual. Aún tiene detalles de grandeza (final de Copa 2010) porque la clase se marchita, pero nunca se pierde. Como a la vieja actriz, los tiempos la han atropellado, no es su culpa. Si a ella le condenó el cine sonoro, a los atléticos les está matando la mala gestión, la bipolarización de la Liga y la tendencia de su equipo a pegarles con un mazo en la cabeza cada vez que empiezan a asomarla. ¿Qué hacer, pues? Gritar, vibrar y sentir hasta que en el césped y en el palco se contagien. Y si no responden, no tienen sitio en el Calderón, nuestra vieja y querida casa, ya en sus últimos años. Si no podemos salvar sus cimientos, salvemos su alma. Se lo debemos.