Siempre nos quedará Hamburgo
Todo lo que termina, termina mal. Evidente. Y en el caso del Atlético, peor. En los últimos 20 años, la única puerta por la que salir del Manzanares ha sido la de atrás. Torres, Kiko, Futre... Uno detrás de otro los mitos se marcharon sin grandeza, sin homenajes, sin la altura que sus logros merecían. Ahora le toca a Forlán, en cuyo caso no hay inocentes. El club, que no se atrevió a venderle cuando procedía y él así lo solicitó, lo ofrece ahora como a un cacharro viejo, cualquier día lo subasta en Ebay. No son formas. Como tampoco lo han sido durante todo el año las del uruguayo, que ha pretendido disfrazar de sinceridad lo que, sencillamente, ha sido una retahíla de impertinencias hacia una entidad y una afición que le empujaron en su ascenso de buen delantero en segundo plano a icono mundial. Una cosa es no besar el escudo y otra ofenderlo.
Y queda la afición, tan volátil con Forlán. Capaz de corear "uruguayo, uruguayo" tres minutos después de haberle dedicado una pitada. Como una de esas infidelidades que ambas partes acuerdan perdonar pero siempre acechan, el delantero nunca superó los silbidos del primer tramo de la temporada pasada. El éxtasis de la Europa League fue sólo un armisticio pasajero. Así, estamos a punto de despedir como a un grande como a un cualquiera: Bota de Oro, mejor jugador de un Mundial y héroe de un título europeo. Forlán debe irse, todas las partes lo asumen y todas tendrán que ceder: el club en el precio, el futbolista en la ficha y la grada en el rencor. Como Bogart bien sabía en Casablanca, en el adiós las formas son clave. Si no hay beso final, lo lamentaremos. Tal vez no ahora, tal vez ni hoy ni mañana, pero más tarde y para toda la vida. Al fin y al cabo, siempre nos quedará Hamburgo.