Ridículo del que no se salva nadie
Si el Atlético fuera un club serio, cosa que no es, el esperpento de ayer sería una mancha imborrable en su historia y no sólo una muesquecita más en un honor mancillado sistemáticamente hace ya demasiados años. Y ahora se señalarán culpables y sobrarán candidatos. Unos futbolistas, como bien les reprochó Quique, que se creen mejores de lo que son porque han enganchado dos títulos muy meritorios, por supuesto, pero también puntuales y afortunados, oasis en un desierto infinito. Contra Aris y Levante, salieron al trote, sobrados, creyendo que la victoria caería por el peso de su fama y sus grandes sueldos. E hicieron el ridículo.
Y hay un técnico, brillante estratega, pero que está quedando en evidencia como psicólogo y gestor de grupos. Ha vuelto loco a Domínguez con cambios de sitio y estatus y le ha atacado en público porque no comulga con sus agentes. Un juez implacable a la hora de castigar los fallos de los débiles (Asenjo, el propio Domínguez, Filipe) y no tanto los errores y el pasotismo de los pesos pesados de un vestuario cuyo control parece haber perdido. Como les pasó a sus antecesores. ¿Son todos los entrenadores malos? No. ¿Todos los futbolistas inútiles? Tampoco. Entonces, ¿cuál es la constante? Pues unos dirigentes que venden a un titular (Jurado iba a serlo) al cierre del mercado y no lo sustituyen, lanzando un mensaje muy claro: lo deportivo es secundario, la ambición inexistente. Y así va el Atleti.