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La final más alta del mundo

Como bien canta Serrat, hay veces que es el caprichoso azar quien te pone delante de un suceso -una mujer, dice realmente el maestro- que tampoco te venía a buscar. Pero el caso es que del encuentro surge un hecho excepcional. Esto mismo me ocurrió el día de la final de España contra Holanda, un acontecimiento que para nosotros no tuvo lugar el día 11 sino el 12, ya que cuando saltaron al campo los jugadores, en China ya eran las 2:30 de la madrugada. Me encuentro con un grupo de veintiún amigos, entre los que hay castellanos, vascos, catalanes, madrileños y chinos, que estamos realizando un viaje por una remota región del Tíbet cercana al sagrado monte Kailas, cuyas faldas estamos empezando a recorrer cuando escribo estas líneas. El gran día para nosotros había resultado realmente duro. Nos habíamos enfrentado a 300 kms. de una zona del Himalaya surcada por pistas infernales donde las motos y los todoterreno se atascaban constantemente en la arena, que también provocó numerosas caídas entre los que íbamos sobre dos ruedas. No exagero si digo que estábamos literalmente destrozados cuando, al anochecer, llegamos por fin a Zhonba, una sórdida aldea tibetana situada a 4.700 m. de altitud.

Los peores presagios se cumplieron cuando tratamos de conseguir algo de cenar, teniéndonos que conformar con unos digamos exóticos huevos fritos con azúcar. Por delante sólo nos restaban seis horas para descansar antes de ponernos de nuevo en marcha, pero todos queríamos ver la final. Después de recorrer el pueblo de extremo a extremo pudimos encontrar tres habitaciones cutres de un hotel aún más cutre que no tenía ni agua corriente ni servicio. Lo que sí tenía era un televisor. En realidad, ante lo que nos sentamos llenos de emoción era una reliquia catódica, maltrecha por sus muchos años de existencia, en la que apenas se podían distinguir las figuras de los jugadores corriendo por el campo. Ni siquiera podíamos contar con la ayuda del sonido pues la retransmisión era, obviamente, en perfecto chino. Allí, con aquel televisor antediluviano y en aquel remoto lugar, disfrutamos de la final más emocionante que he vivido nunca. Los contados -dada la intempestiva hora- locales que se acercaban por la sala de la televisión creo que estaban más interesados en el espectáculo de aquel puñado de extranjeros excitados que no paraban de gritar y gesticular que en el partido en sí. Cuando Iniesta marcó por fin el gol, todos saltamos y nos abrazamos mientras alguien gritaba ¡Viva España! Entonces pensé que juntos podemos más. Somos más. Una hora más tarde, nos estábamos subiendo otra vez a las motos, dispuestos a seguir sufriendo. Sólo que ahora éramos más felices.