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Belgrado, Rotterdam, Joburg...

Por un momento, Johannesburgo parecía Belgrado, 1977. Y como aquel día de la canilla de Rubén Cano, el juego subterráneo, sórdido, violento y físico, fracasó. Desde la primera fase la selección holandesa abandonó el estilo de la escuela del Ajax para refugiarse en el contragolpe y la mueca portuaria amenazadora del Feyenoord de Rotterdam. Y es justo decir que, aunque hayan pegado un sablazo traicionero a una tradición que les llevó a pasar a la historia con un estilo generoso incluso sin haber ganado el Mundial, tuvieron sus opciones de ganar la final. Fueron buenos, muy buenos en lo suyo: presión, provocación, hachazos de Robben.

Gracias a Iniesta y cía. Ahora pueden volver a lo que fueron, porque saben que de la manera inversa, contra su propia esencia, tampoco se gana el Mundial. Hoy que La Roja es campeona del mundo, hoy que todos los españoles lo somos un poquito también (aunque sólo sea por sobrevivir al infarto) es el momento de reconocer que hemos ganado a un equipazo en los antípodas de nuestro fútbol, sólo para devolverles a los holandeses el orgullo de la bandera del buen fútbol que nos prestaron en los años 70. De nada, Holanda.