Quinientos como un millón
Para pasar de lo solemne a lo grotesco no hay más que quitar el público de un estadio y que suene entonces el himno de la Champions: el sinsentido de los niños ondeando para el cemento un emblema llamado a emocionar multitudes. La próxima vez que quiera mostrar la UEFA su despotismo, tenga la delicadeza de no profanar el rito y que lo suprima para evitarle el ridículo. A la nada salieron los futbolistas, sin saludar al campo, todos vacíos. Y de pronto un rugido. Como una sola garganta atronadora, de la esquina abierta del campo que da al río por el fondo sur, tras el marcador, brotó gigante el himno del Aleti. Y luego la vieja marcha metropolitana: Atlético de Madrid, Atlético de Madrid, yo seré tu seguidor, yo contigo hasta morir. ¿Sabéis lo que son tres horas a cero grados y la humedad cortante del Manzanares metida en la piel? Ellos sí. Pero no les importaba. Eran quinientos; sonaban como un millón. Su grito constante no faltó ni un segundo. Vamos, Aleti, te sigo a todas partes, yo te quiero. Te sigo a todas partes, yo te quiero.
Jesús y doce (aunque uno resultó ser amigo de Platini) cambiaron la sensibilidad del planeta; trece, los Trece de la Fama, y Hernán Cortés, le dieron a España todo un imperio, trescientos espartanos pararon en las Termópilas a toda la infantería persa. Medio millar de atléticos enseñaron a Europa cómo se anima a un equipo, con el alma en los colores.
Al salir del estadio con mi orgullosa bufanda rojiblanca, solitaria en el desierto gris, me pararon algunos de los quinientos. Allí estaba mi amigo, vecino de localidad, uno de mis héroes, pequeño guerrero que derrotó a la enfermedad con la camiseta de Fernando Torres puesta. Y allí unos chavales que venían de Extremadura no a ver al Aleti, sino a alentarle. Me pidieron que me hiciera una foto con ellos; no, monstruos, el que os pide por favor que os la hagáis conmigo soy yo. Sois nuestro orgullo. Y estas líneas, el tributo a los quinientos titanes que llenaron con su grandeza la soledad de una noche europea.