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Billete para 'El Camino del Cielo'

Tenía apretado el billete en la mano con la ilusión de un crío. Iba a tomar el tren para recorrer el Camino del Cielo. Alguna vez he escrito en este rincón de AS sobre el halo mítico que envuelve al ferrocarril. Puede que porque sobre sus lomos de hierro llegó un nuevo tiempo o porque son infinidad los que hicieron adulta su mirada desde sus ventanas, mientras vivían su primer gran viaje, su primer contacto con la aventura que les llevaba a lo desconocido. Pero también, porque para mí era una especie de asignatura pendiente, que rondaba en mi cabeza desde la leve conciencia de un niño de cuatro años, cuando mi madre me llevó a Asturias en tren y la carbonilla hizo que tuvieran que vendarme los ojos y no pude ver nada.

Así que seguía la pista, desde hace apenas un par de años, del nuevo ferrocarril que se ha unido a ese particular Olimpo sobre raíles donde ya reinaban el Orient Express, el Flecha de Oro malayo, el Patagonia Express o el Transiberiano. Se trata de la línea férrea que une Lhasa, capital del Tíbet, con Pekín, recorriendo lo que algunos han denominado el Camino del Cielo y las autoridades chinas "el tren más alto del mundo". Sin lugar a dudas, se trata de una obra de ingeniería formidable que ha sido capaz de sobreponerse a una geografía indomable y a unas condiciones ambientales inclementes. Este tren demuestra, sobre todo, el poderío de la nueva China que se está aupando con fuerza imparable hasta la cima de las grandes potencias mundiales. En su inauguración el presidente Hu Jintao lo calificó como "verdadero milagro de la historia ferroviaria mundial" y lo planteó como una forma de mejorar la vida de los tibetanos y un medio para mejorar el equilibrio entre el este y el oeste del país. Para los críticos se trata, en cambio, de un paso más en el control económico y militar que el gobierno chino ejerce sobre esta región autónoma y alentará una mayor emigración de chinos hacia el Techo del mundo. Algunos viajeros que nos acompañan en el vagón son víctimas de ellas. Cuando les veo agarrarse la cabeza como si se les fuera a caer al suelo de un momento a otro intuyo lo mal que lo deben estar pasando debido a la hipoxia. Algunos incluso sangran por la nariz y se ponen tapones para evitar la sangría mientras otros duermen plácidamente enchufados al sistema de oxígeno que hay en todas las cabinas.

No en vano, atravesamos un territorio que llega a superar los 5.300 metros de altitud. En teoría, los vagones están presurizados como una cabina de avión, para ayudar a estos viajeros que, en unas pocas horas, se ven llevados a la altitud del campo base del Everest. Por fortuna, la aclimatación que hemos hecho durante estos días de escaladas y viajes por el Tíbet todavía nos dura y puedo disfrutar desde la ventanilla de un paisaje tan inabarcable como su belleza, en el que se alternan las cumbres nevadas con el desierto más recóndito A mi alrededor se extiende un altiplano infinito que en esta época del año parece Siberia. Pasamos al lado de montañas que se pueden rozar si alargamos la yema de los dedos. Durante muchos kilómetros el tren va colgado sobre columnas de hormig mis amigos duermen mientras yo observo el paisaje inmaculado y la temperatura desciende a 15 grados bajo cero. Y sonrío. Ya he cumplido aquel sueño infantil que tenía pendiente.

Sebastián Álvaro es director de Al Filo de lo Imposible.