La gran bestia del 666
Con este nombre demoníaco se autonombraba -entre otros- Aleister Crowley, un británico realmente peculiar que vivió a caballo entre los siglos XIX y XX y que ha cobrado actualidad gracias a la exposición de su obra pictórica en dos prestigiosas instituciones parisienses: el Centro Pompidou y el Palais de Tokio. No hace mucho tiempo tuve entre mis manos, en el Alpine Club de Londres, un libro suyo que recreaba este número fatídico que, además, era un dibujo de los órganos sexuales masculinos. Toda una provocación como fue toda su vida. Quizá uno de los aspectos menos conocidos de la vida de este nigromante bisexual, experimentador de cualquier droga que cayera en sus manos, fundador de una secta -que sería similar a lo que luego representaría el movimiento hippie- y pertinaz dinamitero de convencionalismos, fue su amor por la escalada. Quizás fuese lo único serio de su existencia. De hecho, definió el alpinismo como un inmejorable método para conocerse a sí mismo. "Haz lo que quieras", fue el lema de su vida y lo materializó con mucho más éxito que sus carreras como escritor, pintor, maestro de ajedrez o mago.
Su biografía está salpimentada con actos estrambóticos: desde declarar la República de Irlanda a bordo de un barco lleno de prostitutas que llevó hasta la Estatua de la Libertad en Nueva York, a participar en una oscura conspiración carlista, escribir panfletos antibritánicos o sugerir a Churchill el signo de la victoria durante la II Guerra Mundial. Luego influyó en grupos de rock, como Iron Maiden o Led Zeppelin, y su rostro apareció, a sugerencia de John Lennon, en la portada de un disco de los Beatles. Lo que no muchos saben es que, allá por 1902, Crowley y su amigo Oscar Eckestein, el inventor del crampón de diez puntas, se lanzaron a una empresa tan ambiciosa que probablemente fuese descabellada en aquel momento: ser los primeros en escalar el K2, la Montaña de las Montañas. Es cierto que les avalaban escaladas difíciles en los Alpes. Además, compartían su desprecio por el Alpine Club, al que tildaban de "notablemente innoble", una opinión bastante irrespetuosa para con aquellos que se consideraban como "un club de caballeros que ocasionalmente escalan". El resultado fue la que puede considerarse como la más extravagante de las tentativas de llegar a la cima de la segunda montaña más alta de la Tierra.
Cuando se encontraban a unos 6.000 metros, durante un vehemente intercambio de opiniones, Crowley llegó a amenazar a un compañero con el revólver que siempre llevaba en la mochila, para convencerle a seguir la ruta que, a la postre, resultaría por la que se terminaría conquistando el K2 en 1954. A pesar de sus "argumentos", sus compañeros no le hicieron caso y aquel intento acabó en fracaso. Toda su magia negra fue incapaz de vencer al Gigante Blanco. "A veces me odio a mí mismo", fueron sus últimas palabras, antes de morir en 1947. Los periódicos británicos le calificaron como "el peor súbdito de su majestad" y "el hombre más perverso del mundo". Pero fue, sobre todo, un provocador y un gran alpinista.
Sebastián Álvaro es director de Al filo de lo Imposible.