La montaña más bella del mundo
A veces, nos decimos a nosotros mismos, sería mejor quedarse para siempre en ese tiempo infantil donde las dudas no existen y el mundo nos parece placentero y acogedor. De ese tiempo guardo el recuerdo de las montañas perfectas, piramidales, rotundas, cortadas a pico por los cuatro costados. Luego, cuando hice de mi caminar nómada una auténtica aventura, pude descubrir que sólo unas pocas de esas montañas se acomodan a la visión idílica de nuestros sueños. Una de ellas, quizás la más importante, la que más ha marcado mi vida documental y cinematográfica, es el K2. Ahora que se ha producido en ella la mayor tragedia alpinística de todos los tiempos, se avivan los recuerdos de lo mucho que nos costó lograr pisar esa cima, deseada en dos ocasiones. Pero había otra montaña que despertaba nuestros deseos de alpinistas, que lograba atraernos con mucha mayor fuerza que el K2. Se trataba del Gasherbrum IV, una montaña de 7.925 metros, probablemente la montaña más bella de la Tierra. Por supuesto que se trata de un concepto difuso y subjetivo.
La altitud se mide en metros. Pero ¿cómo medir la belleza? Gasherbrum en baltí significa Montaña de la luz y, en efecto, al atardecer la pared oeste se levanta tan majestuosa que no hay ninguna, ni siquiera la pirámide del K2, que pueda disputarle su majestuosidad, su grandeza, su belleza casi infinita. Como dice Walter Bonatti, "parece que es una montaña imposible, que nadie podrá escalarla". Sin embargo el gran Bonatti logró hacerlo, hace ahora justo 50 años. A nosotros nos dio calabazas en dos ocasiones. Pero el otro día, como premio a nuestra tenacidad, mis compañeros Juan Vallejo, Alberto Iñurrategui, Mikel Zabalza y Ferran Latorre, pisaban la cima norte. También lo hizo mi querido amigo José Carlos Tamayo, el mejor alpinista de su generación y desde luego el que más tesón ha puesto en esta historia. Si alguien se lo merecía era él. Ya es casualidad que justo el mismo año que Bonatti pisaba la montaña nacía mi amigo José Carlos. Probablemente cuando dibujaba sus primeras montañas soñadas, sin siquiera saberlo, estaba imitando ya a esa montaña perfecta a la que ahora, por fin, ha subido. Desde esa minúscula cima donde convergen todas las líneas de la belleza pura e infinita, mis extenuados compañeros se vieron envueltos en un mundo de roca y hielo que les envolvía en silencio: no había viento, el atardecer era diáfano y la vista alcanzaba el Nanga Parbat, a casi 200 kilómetros de distancia. Habían sido tres días de trabajo y riesgo al límite. Arriba todo parecía perfecto, aunque sólo fuera por un minuto. No podían intuir que una hora más tarde, mientras ellos descendían, en la montaña que tenían en frente se producía la tragedia. 18 alpinistas iban a quedarse en el Karakorum para siempre. Era la otra cara de la moneda.
Sebastián Álvaro es director de Al Filo de lo Imposible.