El mundo se enamora del tiqui-taca
No recuerdo una exhibición como la segunda parte ante Rusia, ver un partido con una sonrisa boba y los ojos como platos. Ser tan feliz con el fútbol. Persona cabezona y plagada de prejuicios, jamás pensé que 45 minutos bastarían para transformarme de ateo en creyente, de lío ocasional en amante entregado. Muchos de nosotros, quizás demasiados, hartos de decepciones, habíamos perdido la fe en la belleza. Sólo queríamos pragmatismo, ganar de cualquier manera, juego directo, fuera los diminutos, centímetros y fuerza en medio y balones largos a Torres para que nos salvase; mejor el orco accesible que la diosa lejana. Deseábamos ser Italia, Alemania, hasta la Grecia de 2004. Despreciamos el estilo, anhelábamos sustancia. Olvidamos que la auténtica felicidad las exige juntas. Y el tiqui-taca y sus pequeños apóstoles (Xavi, Silva, Cesc e Iniesta) llegaron para salvarnos y hacer ver la luz al mundo entero.
Luis apostó contra la cuadriculada y fornida banca del fútbol y es ganador antes de ganar (que lo hará). Ya habíamos visto destellos fugaces de genio, obras maestras aisladas: el gol de Ramos en Dinamarca y el de Iniesta a Suecia, siempre bajo la misma premisa, tras los pasos de Ali, bailando como mariposas y picando como avispas, toque, toque, toque, calma aparente, aceleración súbita de asombrosa precisión, zasss, estás muerto. Pero mantener la magia tanto tiempo, sin desfallecer, en la semifinal de un gran torneo son palabras mayores, pasar de tocar en el bar de un hotel a ser Beethoven. Suceda lo que suceda en la final, esta España ha alcanzado la auténtica grandeza, la de los equipos que perduran en la memoria colectiva por belleza y revolución contracultural, la Holanda del 74 o las canarinhas del 70 y el 82. Puro arte. Por ahí nos llaman el Brasil de Europa. Mentira. Hoy por hoy, jugamos infinitamente mejor.