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Con los crampones puestos

Nos abrazamos por última vez en la pizzeria Fire and Ice de Katmandú: "¡Lleva cuidado con el Annapurna, que es una montaña mala!", le dije. "No te preocupes, Sebas", me contestó él. Fueron nuestras palabras de despedida. Cómo saber que serían las últimas que cruzaría con Iñaki. A veces, en momentos tan desoladores como este, pienso que deberíamos tener ese sexto sentido para ser consciente del momento que estamos viviendo, de que esa es la ultima vez que podremos disfrutar de ese ser querido. Creo que a veces he sentido algo parecido justo antes de accidentes graves: lo sintió el pobre Manolo Martínez cuando vino a casa a despedirse la tarde antes de partir a los Alpes, de donde no regresaría jamás. Y Juanjo San Sebastián cuenta algo parecido de nuestra amiga Mirian García, antes de partir hacia la India donde sería sepultada por un alud en el monte Meru.

Pero muchas otras veces, ni con Félix cuando se quedó en el Gasherbrum II, ni antes del grave accidente de Guadalupe, tuve ninguna sensación extraña, no presentí ese momento terrible en el que una persona querida desaparece. Que a partir de entonces ya no volveremos a oír su voz, y que poco a poco su recuerdo se irá difuminando. Asumir la muerte nos resulta imposible, porque estamos diseñados para vivir. Y la descartamos porque resulta insoportable convivir con ella. No sentí nada extraño esa tarde en Katmandú. A pesar de que hace tiempo que no participaba en las expediciones de Al Filo, seguía considerando a Iñaki uno de los nuestros. Seguíamos guardando una parcela de cariño y humor a salvo de todo. Por encima de cualquier otra consideración, Iñaki era un gran alpinista y, como otros grandes, un individualista que no se plegaba fácilmente al grupo, al equipo, a cierta disciplina necesaria. Simplemente era él, su idea, su ruta, su ritmo, su montaña. Así comenzó, así siguió y así ha muerto. Su suerte me recuerda la fatalidad del K2 en el año 1994, cuando se nos murió Atxo Apellaniz, después de cinco días resistiendo, sabiendo que, como ahora Iñaki, era una batalla que teníamos perdida. Atxo y Iñaki eran grandes alpinistas, resistentes, que murieron con los crampones puestos, luchando hasta el final en la montaña. Recuerdo ahora la frase de Somervell, el compañero de Mallory e Irvine en el Everest de 1924, cuando dijo que "quedarse en aquella montaña era para aquellos dos alpinistas, el mejor sepulcro de la Tierra". Iñaki se ha quedado en el mejor lugar de montaña, en la cara sur del Annapurna, igual que su gran amigo Anatoli Boucrev, igual que Atxo en la cara norte del K2. Ahora que pienso: hay montañas-sepulcro que guardan a los mejores alpinistas. Me quedo con su sonrisa, con su sencillez, con su sentido del humor. Me llevo lo mejor de él: su amistad. Que la tierra te sea leve, amigo.

Sebastián Álvaro es director de 'Al Filo de lo Imposible'