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Una rivalidad que nos alegra la vida

Voy a ir pidiendo disculpas de antemano, porque alguien, si no todos, se me va a enfadar con este artículo. Unos y otros somos muy sensibles cuando se nos tocan los colores, la pertenencia, nuestra identidad, en definitiva. Vivir en Madrid es así y, a falta de un río como Dios manda y con la M-30 medio soterrada, la verdadera división de la ciudad es el eterno duelo Real-Atleti. Y la conclusión tras horas de sumas y restas, es que, como casi todos menos Roncero sospechábamos, si esto fuera una batalla del Risk, la superioridad numérica de las tropas vikingas sobre las indias no sería tanta. Habría partida. Y mucha.

Es evidente que ese 151 a 150 tiene un ligero truco atlético. Se cuenta el número total de peñas, no de peñistas. Y la realidad es que sentirse en minoría une una barbaridad. Por ejemplo, en mi barrio, Moratalaz, hay dos asociaciones del Atleti y ninguna del Madrid. Zona india, pensarán. Ja. Cualquier atlético que haya crecido allí sabe que para nada. En el cole éramos tres contra mil. Eso sí, pocos, pero bien organizados. Íbamos siempre juntos para discutir e increparnos por turnos con infinitos grupos de niños vikingos, que eran más pero se traían los argumentos menos estudiados de casa. Lógico, les solían bastar los resultados y la superioridad numérica. Nosotros, por contra, necesitábamos reunirnos antes para encontrar la manera de defender que Manolo era mejor que Butragueño. Conclusión: nosotros éramos más una peña y ellos más un peñazo. Pero en cuanto a cantidad no había color. Al César lo que es del César.

Pese a todo, la diferencia en Madrid no es tanta. Cuando la cosa se convierte en goleada es al salir de la Comunidad. España es madridista. El asunto no es tan sangrante como en Italia, donde en Turín todo el mundo es del Torino, aunque la Juve reine autoritariamente en el país, pero la idea es la misma. Tiene sentido. Lo explica el modo en que se crea cada hincha. El aficionado atlético surge por implosión, estalla hacia dentro. Dentro de las cuatro paredes de su casa, en concreto. El sentimiento es un legado, se transmite de padres a hijos obviando cuestiones más contagiosas como los resultados o el talento real de sus jugadores. Es difícil de entender desde lejos. Justo lo contrario que el madridismo, que aparece por explosión, se expande, va hacia fuera. Y llega lejísimos. Se comprende igual en Chamartín que en Pekín. La victoria no lo es todo, pero es un imán para hacer fieles. Por eso es indiscutible la hegemonía global blanca, pero en Madrid sí hay pelea. Y eso es magnífico para ambas partes. Si no, el mundo sería un lugar infinitamente menos divertido.