¿A quién estamos engañando?
El rugby tiene su propia mística, muy diferente a la del fútbol. Se resume en el antiguo dicho de que el fútbol es un deporte para caballeros jugado por canallas y el rugby es un deporte para canallas jugado por caballeros. El gentil ritual del túnel, las palmaditas y los aplausos al final de un encuentro de rugby después de que los dos equipos se hayan pasado 80 minutos intentando romperse las piernas, las costillas, los brazos y las cabezas ilustra a la perfección el carácter especial, por no decir perverso, del rugby.
El fútbol es otra cosa. Es menos ingenuo, menos honesto. Los rivales intentan hacerse daño con la misma mala leche, o peor, pero de manera disimulada porque, a diferencia del rugby, los reglamentos no permiten la violencia criminal dentro del campo. Por eso las zancadillas, los empujones, los tirones -especialmente en el área cuando viene un córner- y el teatro para convencer al árbitro que uno no acaba de intentar fracturarle el tobillo al jugador del otro equipo, o para persuadirle que sería una buena idea reducir el rival a diez jugadores a través de una inmerecida tarjeta roja. El fútbol es un deporte para personas con más talento natural que el rugby, pero también para gente más pícara. En el rugby al vivo se le desprecia; en el fútbol se le admira. Esa es la realidad, nos guste o no. Y por eso pretender acabar un partido de fútbol con aquellos gestos de gentleman inglés del Siglo XIX que sigue caracterizando al rugby no sólo sería absurdo, sino pura hipocresía.