El premio a la fe del Atlético
Emoción, locura, fallos, goles y suerte. El Atlético se suicidó tres veces y resucitó cuando estaba desahuciado. El Calderón es un manicomio en el que todo puede suceder. Este año el Atlético te manda de la desesperación al éxtasis en lo que tarda el balón en cruzar de un área a otra. Cuando la coge el Kun te crees el rey del mundo y te enganchas a su fútbol genial. Disfrutas con este maravilloso jugador que crece semana a semana. Y también con Maxi, enchufado permanentemente al partido y con el gol entre ceja y ceja, o con el magnífico Forlán, el delantero perfecto. Pero después el balón cambia de área y descubres que los defensas del Atlético están siempre al borde del ataque de nervios, se marcan unos a otros y los delanteros rivales juegan a placer.
El partido fue vertiginoso, un torbellino sobre todo en el segundo tiempo. El Valladolid jugaba como los ángeles, Sesma martirizaba al pobre Valera, que reaparecía, hasta conseguir su expulsión. El Atlético sobrevivía a base de pegada y cada vez que llegaba al área del Valladolid Butelle temblaba más que toda la defensa rojiblanca junta. Mendilibar se quejaba de una falta en el tercer gol. Si ve bien la repetición en la tele, se dará cuenta de que toda la culpa fue de su portero, que salió arrollando a todos y sin mirar. No hubo tregua, ni centro del campo, ni cuentos tácticos, todos enloquecidos buscando el gol, el Atlético con diez pero sólo mirando a la portería contraria. Por eso ganó. Porque tuvo fe hasta cuando era imposible. Y la suerte premió su ambición.