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Ganar cuando se pierde

El pasado fin de semana fue como un macro concierto lleno de estrellas para los amantes (sentados) del deporte. Primero las motos y el -¡por fin!- duelo hasta la última curva entre Rossi y Pedrosa con el líder, Casey Stoner, asistiendo desde su moto como un espectador más mientras con el rabillo del ojo miraba a la calculadora. Luego vino Alonso y su pelea cada día más compleja (ya dijo W. Churchill que existen los adversarios, los enemigos y los compañeros de partido; o de equipo, apostrofaría Alonso). Sin olvidarnos de los chicos del voleibol, haciéndose con el título de campeones de Europa ante los anfitriones rusos. Así que, cuando empezaron a calentar los chicos de la Selección de baloncesto el ánimo no podía estar más exultante. Y así siguió hasta aquel fatídico último segundo en el que la pelota lanzada por Gasol no tuvo el detalle de entrar por el aro.

Otra vez la maldición: jugamos como nunca y perdimos como siempre. Sin embargo, algo muy importante no era como siempre. Parece que hay una confabulación empeñada en considerarnos "resultadistas", y que no nos importe otra cosa que ganar, a cualquier precio, de cualquier manera. Sin embargo, la reacción de la gente tras la momentánea decepción sufrida en la final del Eurobasket creo que demuestra lo lejos que estamos de ese simplista estereotipo. Y también nos demuestra lo fuertes e intensos que pueden ser los lazos tejidos en torno a unos símbolos, sí, pero sobre todo gracias a unas actitudes ejemplares. La Selección de baloncesto es la que mejor ha transmitido esos valores capaces de unir a niños que quieren imitarlos y mayores que han sentido orgullo de pertenencia a un grupo que tiene como referencia esos valores.

Por eso lo mejor es que hayan perdido esa final que todos daban por ganada. Porque todos debemos aprender que el deporte es un juego en el que, como en la vida, muchas veces se pierde. Nos hemos sentido representados por unos colores. Algo que nada tiene que ver con fanfarrias, gallardetes o grandilocuencias, sino con la empatía generada por unos buenos tipos orgullosos de representarnos, pero nada engreídos por hacerlo. Un grupo (un equipo de verdad) que han sabido transmitirnos pasión e ilusión. Un líder, el entrenador, capaz de hacernos creer, a sus jugadores y a todos nosotros, que somos capaces de aspirar a cualquier cosa. Uno, que es un antiguo, todavía se cree aquello de que una nación es una asociación libre de ciudadanos libres unidos en un empeño común como propugnaban los filósofos de la Revolución Francesa. Ni súbditos ni seres especiales por venir al mundo en un remoto rincón de un no menos remoto valle. Ciudadanos, libres e iguales. Es lo que hemos ganado a pesar de la derrota.

Sebastián Álvaro director de 'Al filo de lo Imposible'