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El destino le debe un derbi al Niño

Llegaba la semana del derbi y Fernando Torres se transformaba. Intentaba disimularlo; seguía quedándose horas atendiendo a los aficionados, sonreía ante los inevitables "¡este año sí!", respondía a los medios con la mejor sonrisa forzada que podía improvisar... Pero durante esos días era un tío serio, muy serio. El grado de seriedad que sólo puede entender quien ha crecido atlético en Madrid durante las últimas décadas grises (tirando a negras), quien ha aprendido por las malas que una victoria en el derbi es la única manera de acallar chistes sin gracia durante unos meses, el equivalente a levantarle la novia al matón del instituto, a poner en evidencia ante la clase al profesor déspota. La (momentánea) victoria del débil, un acto de justicia (poética), una dulce venganza (transitoria), la felicidad (pura y dura).

Todo eso sentía Torres antes de enfrentarse al Madrid. Si para los demás un derbi era algo más que un partido, para él era su vida en 90 minutos. Lo era todo. De ahí su seriedad. Y como la vida es caprichosa y bastante perra, le golpeó sin piedad. Nueve veces saltó al campo convencido de que era la buena y nueve veces se fue a casa mordiéndose los labios. El premio a tanto deseo fueron cuatro empates, cinco derrotas y mil pesadillas con Casillas. Y la obsesión con el gol, ése maldito gol que no llegaba. Hasta el pasado 24 de febrero.

Mientras el balón no tocó la red, el Niño ni se movió, esperando a Iker. Entonces estalló como nunca le habíamos visto: gritó, corrió, se agarró la camiseta porque sentía que las rayas rojas se le estaban grabando en el pecho (si no las tenía ya). Daudén, Zé Castro e Higuaín evitaron después la victoria del Atleti y Torres se fue a Liverpool sin ganar un derbi, pero por un momento todo fue perfecto. A otros podría bastarles, no a quien creció sabiendo todo aquello. Volverá, es su destino.