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Porto Alegre es rojiblanca

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El pavo aquel que cantaba sobre la mesa mientras el resto de su cuadrilla hacía los coros, era flaco, largo, desgaliñado y extrovertido, claro, salvo que el espectáculo más que por su carácter viniera dado por un magnífico melocotón, un pedal de antología, una tremenda melopea, una curda del tres, una cogorza de esas que matan la más severa timidez: la borrachera de Noé. Era su carácter, no el alcohol. Lo bueno era lo que cantaba aquel tipo sin afeitar, la camisa por fuera, la voz potente. El himno del Aleti, cantaba. Me diréis: tampoco es tan sorprendente encontrarse con un barítono aficionado que rompa por el lado atlético cuando se junta de marcha con otros tres colchoneros. Cierto, sí. Eso puede suceder a la vez en cuatro o cinco bares del foro, en Calahorra, gran plaza atlética, en Tacoronte o cualquiera otro lugar de las muy atléticas Islas Canarias, en Extremadura qué decir; en toda España porque hay atléticos en toda ella. Lo raro es que el jefe de la banda se pusiera a cantar que se iba al Manzanares, al Estadio Vicente Calderón, en Porto Alegre, Brasil. Os podéis imaginar lo que se siente, lo que siente un atlético a cinco mil kilómetros de España cuando inesperadamente suena su canción.

Ahí estaba yo, perplejo y emocionado, y unido al coro en treinta y dos segundos. Porque siempre la afición se estremece con pasión cuando quedas entre todos campeón. Y también podéis pensar que deliro o que debo de andar tieso de ideas para inventarme una historia así. Preguntádselo a él, al cantante, Nelson Sirotsky, audaz representante de la bohemia en una de las familias más influyentes de Río Grande do Sul y aún de toda la nación. Preguntádselo a las paredes de Dado Bier, la cervecería que vio aquella noche rojiblanca. El trabajo al que me dediqué en los últimos años me llevó por mil lugares, podía haberme topado con el himno de cualquier otro club, pero no, fue del que tenía que ser, ninguna casualidad. Nunca más he visto a Nelson, pero va conmigo al fútbol.