Gallardón, ¿y si el fútbol fuera teatro?
Soy madrileño, adoro el fútbol y no me avergüenzo. Es más, trabajo en ello y no oculto que el Atleti es muy importante para mí (cada cual destroza su vida como quiere). ¿Me convierte eso en un tarado? ¿En un ciudadano de segunda? ¿No merezco el mismo trato que un aficionado al ballet, a la zarzuela o a hacer tai-chi en El Retiro? Parece ser que, al menos para Gallardón y los suyos, no. La trampa a los peñistas es el último de una interminable serie de agravios que tratan al futbolero como un proscrito. Si 55.000 personas fueran al teatro cada semana, me juego el cuello a que el Ayuntamiento les ponía una alfombra roja desde su casa hasta la platea, porque eso sí que viste.
Con el Madrid, que mueve demasiadas influencias como para ningunearle, aún guarda las formas, pero con el Atleti no hay piedad. Se lo han puesto tan difícil al aficionado que el Calderón no se llenaría ni aunque allí se representara La Rendición de Breda con el reparto original y Velázquez lienzo en ristre. Mientras, Gallardón intenta convencer al hincha de que no tiene nada en su contra, pero las excusas suenan tan cómicas que ya sólo le falta recurrir al caradura de Chico Marx: "¿A quién va a usted a creer, a mí o a sus propios ojos?". Claro que yo, que no sé de política pero sí sumar, le respondería que en vísperas de elecciones no es buena idea enfadar a tanta gente. Y eso, como diría Groucho que siempre fue el más listo de los hermanos, lo entendería hasta un niño de cinco años. ¡Que le traigan un niño de cinco años!