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Montoya, el eterno proyecto

Siempre me ha sorprendido la admiración que tienen muchos aficionados por Juan Pablo Montoya. El colombiano es un piloto muy agresivo, casi temerario, de esos que dan un brillo especial a las carreras. En Indianápolis activó tal reacción en cadena al chocar contra su compañero de equipo que fulminó a otros siete monoplazas más. Todo un récord. Es curiosa la atracción que generan este tipo de pilotos. Yo reconozco que en mi juventud idolatraba a Gilles Villeneuve, un canadiense que sólo ganó seis carreras pero que es todo un mito (su hijo Jacques ha ganado 11 y no pinta mucho). De él me atraía su conducción violenta, que es lo que te cautiva con veinte años, y no la inteligencia que podía tener Lauda o la clase de Reutemann. Son pilotos que corren con el pie (por eso les llaman pies de plomo) y no con la cabeza.

No voy a poner a Montoya a la altura de Patrese o De Cesaris, dos amigos de los guardarraíles (entre los dos suman casi trescientas carreras sin acabar) pero sí al mismo nivel de Johnny Rutherford, un yankee que ganó como Juan Pablo las 500 Millas de Indianápolis y que no logró más títulos porque sus ansias por vencer le traicionaron demasiadas veces. Nelson Piquet dijo hace años que Montoya ganaría carreras pero no títulos, y de seguir así va a tener toda la razón a no ser que Frank Williams lo evite en 2007. Sigue siendo un proyecto de campeón después de 95 carreras.