El año mágico en el que nada nos podía salir mal
Fue el mejor año de mi vida. Empezaba la universidad y todo el que haya estudiado periodismo en la Complu sabe el paraíso que se abría ante mí. Nula exigencia y todas las chicas, fiestas y charlas con los amigos que uno pueda desear. Pero, de repente, sucedió algo inesperado que convirtió en mágico e irrepetible lo que, si no, sólo hubiese sido estupendo: el Atleti empezó a ganar. Me había prometido no sufrir más por el fútbol (tonterías de juventud) tras las dos infames temporadas anteriores rondando el descenso. Los fichajes no hicieron nada por animarme: el portero, Molina, y el central, Santi, de un Albacete al que le habían metido trece goles en dos partidos para certificar su descenso; un delantero, Penev, cuesta abajo tras superar un cáncer, y, de remate, un tal Pantic que a sus 29 años andaba perdido por Grecia. La pretemporada fue impecable, pero llevaba 18 años sintiéndome campeón en verano y bobo en mayo y no iba a ceder. Tras la tercera jornada, 0-2 en San Mamés, ya era un creyente.
Antic hizo magia con aquel extraño equipo sin bandas que jugaba como los ángeles. Lo recuerdo todo: cada truco de Kiko; el silencio incrédulo de El Tercio, nuestro bar, cuando Caminero inmortalizó a Nadal de la forma más humillante posible; el miedo al Valencia; los goles al Albacete; Neptuno; la caravana... La emoción. Nada podía salir mal en aquellos días. Tanto que fue inevitable caer en brazos de Mi Chica (puedes tener mil novias, pero sólo una llevará siempre mayúsculas). El paraíso duró nueve meses más. El Atleti jugaba aún mejor y esa Champions era nuestra. Pero Esnáider y el Ajax provocaron las únicas lágrimas de mi carrera de hincha y descubrí que todo acaba. El Atleti se deterioró hasta descender, justo a la vez que mis tonterías rompían lo irrompible. Es curioso como tu equipo acaba sincronizándose con tu vida. Tal vez nunca volvamos a ser los mismos, pero hoy, diez años después, aún me emocionó recordando cuando fuimos reyes. Y eso no nos lo quitará nadie. Nunca.