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Mil finales de Roland Garros

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Rafael Nadal ha conseguido que asistamos a cada uno de sus partidos como si en todos ellos jugara la final de Roland Garros. Nos importa poco la ronda y, una vez en la final, nos da exactamente igual el torneo. No hay muchos deportistas españoles (la verdad, no se me ocurre ninguno) capaces de lograr que sus hazañas se desvinculen de las grandes citas y que los aficionados ocasionales se sumen a los más expertos en las competiciones menores. Lo sé, un Masters Series como el de Roma pertenece a la categoría siguiente a un Grand Slam, pero si no fuera por Nadal muchos de estos torneos (nueve en el calendario) pasarían inadvertidos para nosotros. Es privilegio de los más grandes popularizar sus especialidades, democratizarlas por completo.

Su última victoria ante Federer se vivió ayer en la Redacción de este periódico con ambiente de final de Champions. O quizá más, ya que en este caso no hubo disidentes, ni un suizo en el horizonte. Primero se oyeron gritos, ánimos o lamentos, y después se formaron grupos de fieles junto a las televisiones. Por mucho que tardaras en incorporarte siempre llegabas para presenciar la última resurrección de Nadal. Sus proezas son milagros porque se enfrenta a un tenista perfecto, uno de los mejores de todos los tiempos. Y por eso sus victorias ya forman parte de la historia. Sólo le ha dado tiempo a conquistar un Grand Slam (Roland Garros 2005), pero su fabulosa forma de vencer es, jamás lo vi, mucho más importante que lo que gana. Sí, el trofeo es él.