Bajo el síndrome del botellón
El despropósito que vivimos en el estadio Vicente Calderón frente al Sevilla, como era de prever, nos ha pasado factura. Ese día, tanto el equipo como un sector reprobable de la afición perdió los papeles y los errores se pagan. Aún no me he recuperado de la vergüenza que sentí al comprobar cómo determinados energúmenos comparten con uno la devoción a estos nobles colores. Tampoco terminó de comprender el grado de desquicie, poco común, que demostraron jugadores como Ibagaza, Luccin o Perea, porque lo del alocado Petrov tiene difícil solución. Lo de los jugadores tiene fácil solución. Se trata de serenarles y evitar la ansiedad. Peor es lo de los indeseables que pueblan la grada. A los que hay que desterrar del Calderón. Ante el Cádiz jugamos diezmados, con Luccin y Perea sancionados, y con los nervios muy poco templados. Hoy, ante el Celta, seguirá faltando Maxi y esperemos no notar demasiado la falta de Ibagaza. En la fase del campeonato en la que nos jugamos absolutamente todo, la concentración debe ser máxima. Los jugadores deberían controlar mucho más la tensión y centrar las energías en jugar como saben, en lugar de dar rienda suelta a la ira y la frustración en las piernas de los rivales o encarándose con los árbitros, actitudes que no conducen sino a conseguir sólo uno de los últimos seis puntos en juego. Nos jugamos mucho en cada partido, por lo que es inevitable la tensión. Lo que hay que hacer es encauzar esa tensión en positivo y no autodestruirnos.