Navidades blancas en la Antártida
Si de disfrutar de unas navidades blancas se trata, mis amigos Ramón, Ignacio y Juanma deben haber batido un récord, después de haber batido ya varios más, entre los que se cuenta el haber recorrido más de 300 kilómetros en un día sin utilizar vehículos mecánicos. Bueno, ellos y los diez científicos con los que pasaron la Nochebuena en la base rusa de Vostok. Enterrados bajo varios metros de nieve, en un remoto rincón de la Antártida, compartieron mesa y mantel sobre los que hubo jamón, pan y unas aceitunas enanas regados con un alcohol con sabor a frambuesa y destilado de forma artesanal por los propios habitantes de la base.
Desde luego, Vostok debe ser uno de los lugares mas extraños del mundo. Y de los más fríos. Allí se ha medido la temperatura más baja jamás registrada en el mundo: -89ºC. Esta base, con un aspecto un tanto desvencijado y obsoleto -los tiempos del imperio soviético cada vez están más lejanos-, se encuentra en medio del plateau antártico, a 3.500 metros de altitud. Los edificios están enterrados bajo la nieve, por lo que se accede a ellos a través de un túnel y sus oscuros habitáculos conservan un intenso olor. La llegada de nuestros tres expedicionarios supuso el segundo contacto físico con el exterior que han tenido en un año estos diez científicos, por lo que les recibieron como si se tratase de un pequeño acontecimiento y en una fecha tan señalada para nosotros, ya que los rusos celebran la Nochebuena el 7 de enero, de acuerdo con la tradición ortodoxa. Pero ellos tuvieron el detalle de organizar una pequeña fiesta para celebrarla el día 24. Tras sus luengas barbas y su aspecto curtido (todos, salvo uno, son veteranos con varias campañas antárticas a sus espaldas) se vislumbraba el agotamiento que sólo un continente tan inhóspito y salvaje como la Antártida puede causar en el ánimo y el cuerpo.
Después de la magra cena y una animada charla a base de una aproximación dificultosa al inglés y muchos gestos, nuestros compañeros se fueron a su tienda a descansar arropados por los 30 grados bajo cero del exterior. Cuando se levantaron a la mañana siguiente, los rusos habían izado una bandera española que tenían no se sabe muy bien por qué y que, a buen seguro, era la primera vez que ondeaba en aquel rincón perdido del planeta. Fue un emocionante gesto de hospitalidad y bienvenida que aquel puñado de hombres de ciencia tuvieron con unos aventureros con los que sin duda compartían la fascinación por el último continente y la pasión por descubrir sus secretos y misterios. Pensar en la motivación, el amor a la ciencia y el indudable coraje que hace falta para enterrarse en la nieve en un lugar remoto y aislado durante todo un año para realizar trabajos científicos ayuda a confiar en que quizá aún tengamos remedio.