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Serendipia: no busque en el diccionario

Es inútil; no se lance usted sobre el diccionario más cercano, porque nuestros sabios protectores del idioma todavía no han incluido ese neologismo de ahí arriba que escuché por primera vez de labios de Manuel Toharia, durante una charla sobre cuáles eran los motores primordiales que han hecho evolucionar nuestra especie. Los anglosajones inventaron la palabra serendipity para denominar a un fenómeno muy frecuente en ciencia, durante el cual un investigador da solución a un enigma del que ni siquiera estaba buscando. No se trata de que las musas de la ciencia lo bendigan por su cara bonita, sino más bien, de que su mente se halle en la disposición adecuada: la del que está buscando.

Algo parecido me ocurrió el otro día, cuando escuché el pregón con el que mi buen amigo Juanjo San Sebastián daba comienzo a las fiestas de Bilbao. Juanjo habló a favor del mestizaje, de dejarse contaminar por el otro, de aprender de lo diferente y en contra de las patrias puras, territorios yermos para la imaginación, donde no cabe la disidencia ni la diferencia. Pensé que mucha gente en Euskadi piensa de la misma manera, pero muy pocos tienen el valor de decirlo en voz alta. Pero después sonreí para mis adentros: Juanjo perdió buena parte de sus manos por auxiliar a nuestro compañero Atxo en el K2 hace diez años. En ningún momento perderá el coraje ni el sentido común porque ha luchado en condiciones extremas por la supervivencia. Y más tarde, se me vino a la cabeza una reciente película (perfectamente olvidable a no ser por la joven actriz Scarlett Johansson, una despampanante rubia a la que Florentino debería hacer una suculenta oferta para reforzar la 'delantera' del Real Madrid) titulada La isla. El caso es que un mundo donde todo es perfecto, está controlado y pulcro de clones humanos creados para proporcionarnos unos órganos de repuesto, comienza a desmoronarse porque esas réplicas tienen un 'problema' de diseño.

En un momento del largometraje, el malo que los controla, descubre con horror que muestran curiosidad. Se hacen preguntas, necesitan saber, no se conforman con negativas ni dogmas que hay que obedecer ciegamente. En definitiva, se comportan en la mejor tradición de los homo sapiens, como muy bien explicaba Toharia en aquella charla en la que hacía hincapié en que no es tan importante la respuesta, como la capacidad de hacerse preguntas, un hecho que nos hace humanos y únicos. Poner enfrente lo desconocido, tantear a ciegas el futuro, empeñarse en buscar donde clérigos y mentes bien pensantes mantenían que no se debe hurgar, de los océanos al espacio exterior: ésa ha sido nuestra más fructífera aventura.

Posiblemente, muchos lo pensasen, pero sólo unos cuantos se atrevieron a lanzarse al océano desconocido, a decir en voz alta, en el centro de Bilbao o a la santa Inquisición, cosas de sentido común. Así pues, la serendipia no estará en nuestro diccionario pero sin duda recorre nuestro ADN y nuestra historia. Porque la curiosidad nos puso en marcha y el coraje nos ha hecho como somos.