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Lenta espera en la cumbre del Nanga

Como les contaba ayer en estas mismas páginas, hemos hecho cumbre en el Nanga. Pero lo cierto es que, a pesar de ello, no he tenido hasta ahora ni un sólo instante de felicidad. Ni siquiera cuando Ester me llamó desde la cumbre y, entre sollozos, me ha cantado nuestra canción favorita de Sabina. La misma que cantamos hace dos años, en el fondo de aquel negro pozo en la isla de Guadalupe donde estuvo a punto de perder la vida. Ni tampoco cuando ha llegado a la cima Marianne, después de haber estado a punto de darse la vuelta por el intenso frío de la madrugada, cuando el filo de los crampones apenas servían para arañar el hielo. Llegar a una cumbre de una montaña grande no sirve para nada, ni siquiera para conmoverse ante un paisaje maravilloso que se extiende a tus pies, porque, la mayoría de las veces, estás tan cansado que no puedes gozarlo.

E n la cima del Nanga mis siete compañeros lo que han sentido ha sido fundamentalmente... frío. Hasta el punto de apenas poder estar unos minutos en la cumbre antes de volver al esfuerzo, y tener que estirar el sacrificio del cuerpo hasta límites que nunca creímos poder alcanzar, para llegar a meterse dentro de una tienda y beber un poco de agua. Es difícil explicar el porqué se escalan montañas, por qué se juegan algunos hombres y mujeres la vida por subir a una montaña. Las pasiones humanas son así: quienes las sienten no pueden transmitirlas y quienes no las han sentido nunca no pueden comprenderlas. Lo que sí sabemos con total seguridad es que una montaña como el Nanga no te pertenece nunca hasta que no has vuelto al campo base. Y pasarán muchas, interminables horas en las que no cabe la alegría, antes de que pueda abrazar a Edurne, a Ester, a Mariane, a Josu, a Iván, a Silvio y a Hassán, en la seguridad del campo-base.

U nas horas que se desgranan lentamente, mientras les escribo estas líneas y rastreo la colosal pared del Diamir buscando el rastro que van dejando nuestros amigos, como pequeños caracoles, en la nieve inmaculada. Ahora sólo siento preocupación por lo que pueda pasar allí arriba. Anoche a la una de la madrugada nuestros compañeros tuvieron que salir a buscar a un amigo aragonés y le encontraron de milagro. Cabría pensar que son prevenciones de alguien que comienza a hacerse mayor; pero habida cuenta que no hay mucha gente en el mundo con más de cincuenta expediciones al Himalaya, pues la verdad es que estos días no puedo conciliar el sueño.

N o hace mucho le hice una entrevista a Chris Bonington, quien para mí no es sólo un ejemplo, sino el mejor jefe de expediciones del siglo XX. En ella me dijo una frase tremenda, que comparto y resume lo que ahora siento: "Lo peor de todo no es lo que te pueda pasar a ti. Soy mayor y muchas veces recuerdo a todos los amigos que perdí en expediciones que yo dirigí y por lo que, inevitablemente, me siento culpable. No puedo dejar de pensar en ello. Lo que más temo es volver a perder a alguno en el futuro. Es una sensación muy dolorosa.

Sebastián Álvaro es director del programa de TVE 'Al filo de lo imposible'.