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De nuevo, olor a goma quemada

Menudo fin de semana. De esos en los que unos cuantos afortunados se debatirán en la duda hamletiana sobre dónde ir: Bernabéu o Jerez. Ser o no ser (una frase que creo también se oirá bastante en el vestuario del Madrid). Una de las ventajas de estar en el lado bueno del mundo bueno (como dice mi amigo Juanjo San Sebastián) es que tenemos ojos mecánicos (catódicos en este caso) para suplir nuestras muchas carencias y así podremos disfrutar a fondo de ambos espectáculos.

Algún Madrid- Barça me ha pillado en un rincón perdido y desde luego que se echa de menos una tele, aunque fuera en blanco y negro. Por ejemplo, aquella vez en que me encontraba escalando el Monte Vinson, la montaña más alta de la Antártida, justo al mismo tiempo que el Madrid le endosaba 5-0 al Barça. Sí señor, ¡cómo se echan de menos aquellos tiempos! Para aclaración de algunos ingenuos, no me refiero al frío que pasé subiendo sino más bien al coraje para apabullar con juego y razones al segundo mejor equipo de España y, a veces, el primero de Cataluña.

Lo que no es transmisible por el éter son las sensaciones y emociones que se producen en torno a estos espectáculos deportivos. El clamor que fluye de las gradas hasta crear una cúpula de pasión sobre el campo cuando saltan los jugadores o cuando el semáforo se pone verde. El olor a goma quemada producido por los moteros en alguna calle de Jerez o por el ganador de la carrera frente a las gradas llenas de aficionados. Nada puede sustituir a esos instantes pletóricos que se cuelan por todos los sentidos. En mi modesta opinión no hay espectáculos deportivos más grandes que un gran premio de motociclismo o un Madrid-Barcelona.

Hay quien ha definido estos grandes espectáculos deportivos como los actos litúrgicos de nuestro tiempo. Y puede que, de alguna manera, algo haya de eso porque en definitiva, y más allá de resultados concretos, sí que se celebra algo: una forma de vivir en la que prima las ganas de sentir, de experimentar; de vivir apasionadamente. Por cierto, algo absolutamente opuesto a los insultos racistas proferidos por algunos energúmenos y los no menos criticables comportamientos antideportivos de algunos jugadores.

Se puede ser el más apasionado hincha de un equipo pero los que amamos el deporte y el fútbol lo que queremos es que nuestro equipo juegue mejor y gane o que sepa perder deportivamente, con dignidad y en el campo. Esa forma de entender el deporte como una pasión por la vida es la que también puede explicar, por ejemplo, que alguien haga cientos y hasta miles de kilómetros a lomos de su montura para disfrutar del espectáculo de otros jinetes en competición o se desespere ante un gol fallado. Por cierto, ¿hay otra forma de vivirla?

Posdata.: Que gane el Madrid. Porque la teoría está muy bien, pero un 5-0 sí que alegra la vida de verdad.