El Makalu, tres años después
A quel 2 de junio de hace tres años todos los que regresábamos del Makalu perdimos. Regresábamos sorprendentemente contentos porque, aunque no habíamos podido quebrar la resistencia de su magnífico pilar oeste, la expedición nos había salido muy bien. La escalada había colmado nuestras mejores expectativas y en todo momento nos vimos a la altura del reto. Pero el tiempo del Himalaya no nos dio la menor opción. Durante casi dos meses el viento nos zarandeó como títeres y, para rematar un año especialmente malo, las tormentas monzónicas se adelantaron. Así que optamos por regresar a casa. No estábamos tristes pues, modestamente, creo que hace tiempo aprendimos a saber perder, lo que, tantas veces -no hay más que ver al Madrid del último año- resulta más difícil que saber ganar. Además, teníamos otras muchas razones para estar contentos.
La cohesión del grupo y la convivencia salieron reforzadas. A veces preparar un grupo para acometer nuevos retos supone aceptar reveses y aprender de los errores. Ver escalar a Ferrán Latorre y a J. C. Tamayo aquel muro vertical por encima de los 7.500 metros, me hizo comprender que a menudo es mejor fracasar en una ruta difícil que intentar una que sabemos más sencilla. La filmación había sido magnífica y la relación con los serpas se había desarrollado mejor que nunca. Tanto que, durante la marcha de bajada conversamos con varios de ellos para ponernos de acuerdo y escolarizar a algunos de los niños con menos medios de su aldea. Tashi, el jefe de los serpas, me dijo que me haría una lista con las familias más humildes. Me confesó: "Nosotros tenemos trabajo y eso en Nepal es mucho. Que lo aprovechen otros más pobres". Cómo podíamos imaginar, ni él ni yo, lo que iba a ocurrir en unas horas. Poco más tarde, como todas las noches, cenamos, reímos, discutimos y vimos una película de aventuras. Antes de irnos a la cama nos conjuramos con los serpas para volver a intentar el pilar oeste del Makalu, una de las rutas más bellas y difíciles del Himalaya. Unas horas después, el helicóptero que transportaba a los serpas se estrellaría en un punto de la cordillera dejando diez viudas y casi treinta huérfanos. Sólo el caprichoso destino hizo que no fuéramos nosotros.
Hoy volvemos a cumplir aquella promesa de hace tres años. Y ahora nos damos cuenta de que ese día todos perdimos. Juanito no estará esta vez porque perdió los dedos el verano pasado. Tamayo y Josu se encuentran escalando en otras montañas y el resto, con el refuerzo del grupo militar de Alta Montaña de Jaca, intentaremos cubrir su falta con más ganas y más trabajo. Quienes más perdieron fueron, sin duda, aquellas desgraciadas familias. Por eso cuando pasemos por Katmandú nos acercaremos a un colegio de las afueras para ver a unos niños que se esfuerzan por aprender un poco de inglés y evitar un destino como porteadores de guiris cuando sean mayores. Aunque es muy pequeño, le diré a Mingmar Tamang, el hijo de Tashi, que su padre era un gran montañero. Y que, sobre todo, era una buena persona.