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Hay que humanizar el Dakar

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El Dakar empezó como una aventura, una larga excursión de recorrido ambicioso en la que, sobre unos trastos de fabricación casera, el espíritu solidario del motero era exprimido al máximo con un solo objetivo, llegar al Lago Rosado aunque sea el último. Esos trastos pasaron a ser motos oficiales con amortiguaciones y ruedas especiales que cogían 170 km/h, la navegación pasó a ser secundaria gracias al GPS, y la ayuda ya no dependía de otros pilotos sino de un ejército de mecánicos. La locura comercial por ver qué moto corría más había comenzado. Luego vinieron en 2000 los bicilíndricos de 1.000cc que cogían 200 km/h sobre las piedras y dunas del desierto hasta que en 2004 decidieron prohibirlas por peligrosas. Nuevamente se decidió recuperar las monocilíndricas pero ya se habían desarrollado lo suficiente como para mantener los 190 km/h.

También se inventaron etapas inhumanas para acabar con esos locos románticos del pelotón de atrás y reducir el presupuesto logístico (incluido el avión hospital) de la carrera. Cualquier idea descabellada parece buena en nombre de la aventura. Pero nadie se ha mostrado capaz de crear un reglamento que limite la cilindrada, la potencia, el consumo de gasolina o los materiales nobles para intentar hacer una carrera más humana y abierta a todos. Y también más segura. Los coches y los camiones ya lo son, pero en las motos, por mucho motor irrompible o rueda impinchable que pongan, el cuerpo es la carrocería y cuando te caes la tecnología no sirve para nada, revientas. Las muertes de Meoni o José Manuel Pérez no deben caer en saco roto. Yo propongo limitar la cilindrada al medio litro. También recuperar algo del espíritu Sabine, el lado solidario de la aventura.