Una nube de arena en el corazón
Por un lado nunca como ahora voy a estar más cerca de participar en un belén. Aquí al lado tengo un puñado de dromedarios de lo más adecuado para formar la caravana de los Reyes Magos. Además, el aspecto de alguno de nosotros después de 800 kilómetros por el desierto se acerca peligrosamente al de la figurilla de un pastor con la pintura descascarillada por décadas de entrar y salir de su caja cada Navidad. Aunque, por otro lado, nada por aquí nos recuerda tan señaladas fechas. Porque la cultura dominante es de raíz musulmana y porque los que aquí viven no están precisamente para derrochar en lucecitas y adornos y regalitos. Además, nos encontramos sobre el reloj de arena más grande del mundo, un lugar donde el tiempo se mide en eras; donde el paso de un año es apenas un instante, un golpe de aire en una tormenta. O, viéndolo de otra forma, bien podríamos afirmar que estamos en la mayor playa del globo... aunque todavía no hayamos encontrado el mar.
Así que comprenderán que el espíritu navideño no sea lo que más abunda por estos andurriales. Sin embargo, sí que resulta muy propicio para usar y abusar de otro tópico asociado a estas fechas: echar la vista atrás sobre el año transcurrido. Y en este apartado vivo bajo emociones contrapuestas, mientras en el mundo de la aventura ha sido un año excelente, con una cosecha de éxitos impresionantes que engloban el K2, conseguido al límite por mis compañeros y el grupo italiano, después de tres años de no ser ascendido, pasando por esa impresionante demostración de Alberto Iñurrategui, Tamayo y Beloki en los Gasherbrum Tres y Cuatro, o, volviendo al K2, la épica, y trágica, escalada por la Magic Line, y otro montón de aventuras: en el mar, en los ríos o en el cielo, que ahora no tenemos espacio para glosar y desglosar.
Pero me voy al final de este desierto con el corazón teñido de amargura, por haber asistido a una pérdida irreparable: la de los Parques Nacionales, a quienes una sentencia del Tribunal Constitucional -al decir de muchos tan influida por el Gobierno- ha dejado al pie de los caballos, o sea, de los gobiernos regionales. Como bien dice mi buen amigo Eduardo Martínez de Pisón sólo nos han dejado la posibilidad de las trincheras, porque semejante despropósito supone la vuelta a la tribu, la pérdida de lo común, la identidad forjada por un paisaje de todos, el reconocimiento en un paisaje.
Como dice Sabina en uno de sus poemas, estoy escribiendo esta columna desde el oasis de Dakhla, con "una nube de arena en el corazón". Pero, a pesar de todo, tenemos buenos motivos para seguir adelante. Puede que la arena entierre nuestras huellas o puede que permanezcan como los dibujos que hace miles de años dejaron unos congéneres, más humanos que muchos compatriotas nuestros que nos rodean, en unas cuevas de este espacio antes de que se convirtiera en un enorme desierto. En realidad poco importa. Lo imprescindible es haberlo vivido. Este puede ser mi deseo para el año 2005: que vivan cada paso que den.
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Sebastián Álvaro es el director del programa de TVE Al filo de lo Imposible.