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La piedra más valiosa del faraón

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Una granizada de minúsculos fragmentos de cuarzo nos golpea y se cuela hasta por el más pequeño de los intersticios de la ropa mientras caminamos y no nos deja descansar cuando nos refugiamos en las tiendas. El viento, como en el Himalaya, moldea este territorio salvaje, lo deshace, lo convierte en minúsculas partículas, tanto que a lo lejos parecen olas, hace caminar a las dunas y arrasa los valles. Ese repiqueteo insidioso y agotador es todo lo que oímos en este rincón del Sahara que un día, hace miles de años, estuvo lleno de los ruidos de la vida: hipopótamos zambulléndose en lagos, elefantes barritando y manadas de gacelas huyendo ante la amenaza de algún felino o de un grupo de hombres armados con flechas y lanzas.

No deja de ser curioso que justo en este mismo lugar donde hemos encontrado restos de cazadores prehistóricos, ahora los únicos animales que aquí comparten con nosotros destino son veinte dromedarios bastante maltrechos por los varios días que llevan sin comer ni beber una gota de agua. Han sido escogidos por nuestros siete compañeros beduinos entre los mejores del oasis de Farafra y Dakhla y lo cierto es que están comportándose estupendamente, más allá de los contratiempos propios de su carácter más bien arisco y poco dado a aceptar órdenes.

Hace unos 130 años que nadie pasa por aquí andando, desde la expedición de Rhollfs, y la emoción de estar en un lugar casi desconocido y salvaje nos embarga a todos, incluidos los camelleros, para quienes la cultura de las grandes caravanas es ya una parte olvidada de su pasado. Más allá de la remuneración económica, consideran una suerte participar en esta travesía que a buen seguro les convertirá en unos héroes en todos los oasis al oeste del Nilo y les retrotrae a la mejor tradición de sus antepasados, los auténticos conocedores del desierto, la gente que trazó rutas de caravanas por las que trasegaban e intercambiaban todo tipo de mercancías.

Mientras que para los europeos hasta bien entrado el siglo XIX el Sahara era un espacio en blanco, para estos hombres la supervivencia en el lugar más cruel del planeta no tenía secretos. Ya estamos caminando hacia el final de nuestra travesía de 800 kilómetros, pero ha sido una piedra la que nos ha traído hasta este espacio único. Se trata del cristal líbico, una roca más rara que el diamante y que sólo se encuentra en un pequeño espacio dentro de este desierto. En el ajuar funerario de Tutankamon apareció una hermosísima joya en forma de escarabajo. En principio, el arqueólogo que lo descubrió pensó que estaba hecho con cuarzo, pero en 1998 se descubrió que se trataba de una piedra única en el mundo.

En este lugar un meteorito se estrelló para dejar una huella única. Las altísimas temperaturas y la presión brutal provocadas por aquella colisión crearon esta piedra singular que mereció estar junto a un rey-dios en su último viaje. Y a nosotros nos ha permitido volver a mirar un cielo cuajado de estrellas de otra forma. Sintiendo la silenciosa desnudez del ser humano en el universo.

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Sebastián Álvaro es el director del programa de TVE Al filo de lo Imposible.