La noche que Alí fue más grande
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George Foreman era en Kinshasha una torre gigante, un Hércules negro. Nadie daba un duro por la piel de Muhammad Alí, que hizo el payaso más que nunca. Gritó, gesticuló, amenazó al tremendo Foreman. ¡Alí, bomaye!(¡Alí, mátalo!), él mismo repetía el slogan de los aficionados africanos que le aclamaban. En Zaire Muhammad vivió en permanente éxtasis, fue más que nunca lo que quería ser: el campeón del pueblo, el héroe de los negros. No odio a los blancos, pero prefiero a los negros. Todos estaban con Muhammad, pero la lógica del boxeo decía que cuando George empezara a lanzar sus bombas, el viejo Alí no resistiría. Todos nos equivocamos. Muhammad tenía un plan y lo llevó a la práctica desde que sonó la campana. Nadie lo conocía, ni siquiera Angelo Dundee, un sabio del pugilismo. Aquella noche Alí no siguió sus consejos.
Los expertos decían que Alí debía danzar alrededor de Foreman, utilizar sus prodigiosas piernas de bailarín para alejarse de sus puños de hierro. Pero en la noche de la selva Muhammad ya no tenía piernas y tampoco las quería utilizar. Alí se recostaba en las cuerdas y le pedía a Foreman que atacase. Se acorazaba en su guardia y soportaba estoico el castigo. Parecía un suicidio. Dundee se desgañitaba: Muévete, salta, no te quedes. Alí se quedaba a conciencia. Su plan era desgastar a Foreman, desesperarle con sus insultos. Y Foreman entraba al trapo ciego de rabia. El gigante se cansó de pegar. Y llegó el octavo asalto. Lo ha contado Alí: Era la hora. George lanzó su izquierda y yo crucé por encima mi derecha. Booom. Foreman cayó desmadejado y roto. Hubo dos reyes en la pelea de la jungla hace treinta años. Pero sólo uno fue el más grande: Muhammad Alí.



