El argelino, el francés y Jurado
Zidane aterrizó en Madrid el 9 de julio de 2001. Estaba más asustado que un conejillo en una jaula plagada de lobos y se vio tan superado por la presión mediática que llegó a pensar, al más puro estilo Camacho, en sacar la bandera blanca y dejar el fútbol. Si encima llega a saber que Florentino habría pagado por él a la Juventus el doble de la cantidad astronómica que desembolsó (13.000 millones de pesetas), seguro que se habría perdido con su familia en una isla caribeña y habría donado su talento futbolístico a un libro de historia. Pero el Bernabéu es sabio, Madrid es una ciudad acogedora y multicultural y Zidane (tanto el argelino, apasionado y visceral, como el francés, exquisito y tímido) empezó a disfrutar de la vida y del fútbol a partes iguales. Por eso Zizou se atrevió tras la Eurocopa a decirle no a la selección del gallo, que es como si Enrique Ponce (blanco él) se negase a torear en Las Ventas.
Zinedine sabía lo que hacía. El Madrid confía en él para recuperar el timón y el sentido común en tiempos de crisis. Los galones no le pesan. Además, él lideró la gozosa revolución de 2002, cuando el Madrid de Del Bosque se arrastró en la Liga y aún así tuvo agallas para llevar al segundo proyecto de Florentino a la conquista de Europa en la inolvidable final de Hampden Park. Zidane promete compromiso y le creo. El marsellés no es cualquiera. Es el más grande que ha existido tras el póker intocable: Di Stéfano, Pelé, Cruyff y Maradona. Y, si necesita descanso, que García Remón saque el book de la cantera y tire de Jurado, un crack en ciernes. Háganme caso. En este sanluqueño hay fútbol y talento para muchos años. Es un Pavón de alta fiabilidad.