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Aunque parezca frívolo, se puede afirmar con rotundidad que por una n cambia por completo la leyenda de un equipo. Si el Bayern (de Múnich) irrumpe en los relatos de todos los niños que han crecido bajo el manto del madridismo militante como si sus jugadores fuesen el hombre del saco, el Bayer (de Leverkusen) aparece en todos los cuentos con final feliz. No hace falta estimular la memoria para recordar episodios gloriosos con el equipo de la aspirina. En el primero veo a ese Karembeu, único en su género, que llevó al Madrid a las semifinales de la Champions en el año glorioso de La Séptima con un punterazo en feudo alemán que dejó en evidencia que ante la falta de talento una mujer como la suya es capaz de hacerte sentir Sabonis aunque seas Torrebruno. Después llegó la noche extásica de Roberto Carlos. La mejor versión que recuerdo de mi añorada hormiga atómica. Rezo por las noches para que vuelva a ser el que era. Robertinho destruyó con dos misiles a los teutones. Uno de falta y otro con un zurdazo que puso en pie al BayArena. Ahí empezó la evangelización del Madrid de las Galaxias en territorio germano.

Y falta la final de Glasgow. Hampden Park. Día de San Isidro de 2002. Zidane, convertido en una garza tocada por los dioses, firmó ante 65.000 privilegiados testigos el gol más bello jamás contado. El balón bajó del cielo escocés y el marsellés nos hizo entender por qué el fútbol es, posiblemente, el invento más seductor de la historia de la humanidad. Me pellizqué desde la grada al contemplar semejante obra de arte. Yo lo vi. Estaba allí. Sí, fue la octava maravilla del mundo. Se lo contaré a mis nietos. Gracias, Bayer. Gracias, Zizou.