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24 horas de Le Mans | La intrahistoria

Frenos al rojo en la noche de un mito de 24 Horas

A dos metros del asfalto francés

Cuando la noche cae sobre Le Mans, las gradas comienzan a vaciarse de los miles de aficionados que las han llenado mientras brillaba el sol. Es momento de descansar, buscar recuerdos o disfrutar, si se dispone de invitación, de las carpas de los equipos. En la de Peugeot, un disc jockey ameniza a los presentes, mientras cinco pantallas de plasma permiten seguir la prueba. La terraza, con la noria al fondo y los coches pasando a pocos metros, es otra opción. El cansancio deja de ser una sensación y se transforma en realidad, pero aún queda algo por lo que esta carrera es diferente.

Es el momento de aprovechar que la afluencia de gente en las curvas es mínima y los comisarios son más permisivos. A las dos de la madrugada, la pequeña furgoneta se adentra en el bosque para llegar a un sitio donde el cerebro grabará imágenes para siempre. Varios controles, un recorrido a pie y un intercambio de petos ajeno a los controladores permiten acceder a un recoveco de la chicane Playstation, el primero de los dos ralentizadores de la recta infinita de Les Hunadieres. Sus cinco kilómetros llegaron a ver monoplazas rodando a más de 400 kilómetros por hora, y por seguridad se colocaron esas chicanes. Sin embargo, este cambio en el trazado ha permitido presenciar una imagen que pone los pelos de punta. A dos metros de la pista y con la única protección de un muro de poco más de un metro, los monoplazas llegan a 270 por hora y la visión nocturna de los discos al rojo vivo anuncia el frenazo del piloto. El coche se cruza y se acelera al límite para no perder ni una décima en la zona más rápida de La Sarthe. La sensación de vivirlo a una distancia que no permite reacción es difícil de explicar. La categoría de mítico no se alcanza fácilmente, y las 24 Horas de Le Mans son parte fundamental de la leyenda automovilística. Y con motivo.