La dificultad en los videojuegos: Evolución, variación e importancia
Con el remake de Demon's Souls se reaviva un debate cíclico sobre dificultad, accesibilidad e intención de autor. Recordamos su origen y exploramos algunas variables relacionadas.
A su estreno en 2002, The Elder Scrolls III: Morrowind no solo fue un action RPG de alta calidad, capaz de mostrar nuevas posibilidades para el género en mundo abierto y cosechar éxito casi unánime entre prensa y público. También fue la primera entrega de la saga con adaptación a consola (Xbox), donde cuajó un buen port y empezó una trayectoria que definiría tanto el futuro de Bethesda como el de otras compañías especializadas en rol. Si bien algo tosco en animaciones y combate, Morrowind ofrecía una gran libertad a la hora de explorar, aceptar misiones de diferentes gremios y facciones, desarrollar las capacidades físicas y sociales de nuestro personaje o ajustar el nivel de dificultad mediante una barra deslizante con múltiples valores, adaptándose a muchos perfiles de jugadores y dejando a éstos con ganas de más.
Al desarrollar la siguiente entrega, Xbox 360 ocupó una posición más importante tanto a la hora de aprovechar su hardware como de adecuar la interfaz al mando, siendo objetivo de Bethesda, además, acompañar la consola en su lanzamiento —objetivo que no logró por pocos meses—. Con el tiempo, Oblivion también acabaría llegando a PlayStation 3, pero mucho antes de eso, y viendo el creciente interés en la franquicia, Sony movió ficha para tener su propio «Elder Scrolls»: From Software, compañía japonesa más humilde, pero con experiencia mezclando el rol en primera persona con la fantasía medieval (en Japón, King's Field IV se había estrenado poco antes que Morrowind), fue la aliada escogida para la tarea. Y si bien el resultado acabaría siendo bastante diferente al esperado, también redefinió el panorama de los action RPG, incentivando además un debate sobre dificultad que resurge de forma periódica y hoy exploraremos incluyendo —pero no limitándonos— a la obra de From.
Dificultad de 25 y 10.000 pesetas
No se puede hablar de dificultad en videojuegos sin tratar su origen como necesidad para contrarrestar las limitaciones tanto en las herramientas de diseño como en el espacio de almacenamiento, así como incentivar el rejugado en máquinas recreativas que recaudaban una moneda extra por cada intento de seguir progresando o regreso para mejorar puntuaciones que luego mostraban nuestras iniciales al resto de jugadores. Sin embargo, aunque a menudo respondiese más a una ventaja comercial que a una expresión artística, requería una considerable cantidad de planificación y talento crear juegos cuyo nivel de exigencia invitase a seguir intentándolo en vez de producir el efecto contrario. A fin de cuentas, si el jugador consideraba que el juego en cuestión era «injusto», pronto dejaría de echar monedas.
Como cabría esperar, esta noción de «justicia» no es un elemento matemáticamente cuantificable, sino una cuestión de percepción que variaba de jugador a jugador —y lo sigue haciendo décadas después del auge de las recreativas—, aunque los desarrolladores podían condicionarla en gran medida calibrando aspectos como la precisión del control (respuesta lo más inmediata y constante posible para que el jugador dejase de pensar en términos de botones y lo hiciese en términos de acciones), la claridad en el diseño visual (los videojuegos son como un lenguaje con nombres y verbos y, como tal, deben organizarse de forma lógica y ordenada, no aturullarse como un diálogo donde varios interlocutores se solapan) o mediante tiempos de reacción asumibles (si detectamos el inicio de la animación de un ataque, deberíamos ser capaces de evitarlo antes de que se complete). Es una línea fina que infinidad de juegos han recorrido a uno u otro lado, a veces haciendo zigzag.
Con el gradual incremento del mercado casero —particularmente el de consolas—, la industria se movió de un modelo donde pagábamos por cada vida a otro donde comprábamos el juego completo para darle usos ilimitados, aunque el impacto no fue inmediato y la filosofía de diseño arcade se mantuvo vigente durante años. Unas veces en forma de ports, muchas otras mediante juegos inéditos que, a pesar de estar creados para el salón de casa, se podían completar en el transcurso de una tarde. Títulos como Super Mario Bros., Castlevania o Ninja Gaiden aún se podían completar en menos de una hora, o incluso en menos de media, aunque no era una perspectiva realista para un jugador novato. Esa media hora teórica era el resultado final de un proceso largo de aprendizaje y práctica, familiarizándonos con los controles, las rutinas de cada tipo de enemigo, las intrincaciones de los niveles y desarrollando técnicas propias o compartiendo consejos entre amigos en la era pre-internet.
De nuevo, aunque pudiese tener su origen en limitaciones ajenas a los estudios, la capacidad de cada uno de ellos para crear experiencias estimulantes —y no solo difíciles— marcaba las diferencias. Los retos desarrollaban destrezas y las destrezas creaban satisfacción, incluso aunque el progreso fuese lento, siempre y cuando se percibiese como un triunfo personal y no producto de azar o factores ajenos al jugador. Diseñar con eso en mente era un arte en sí mismo, e implicaba tener en cuenta no solo la exigencia como un requisito concreto en un momento concreto, sino como una escalera que conducía escalón a escalón, reto a reto, hasta un punto inasumible al empezar el juego. Es la comúnmente conocida como curva de dificultad: la capacidad de mantener de forma prolongada al jugador en un punto de tensión intermedio, que evite tanto el aburrimiento de las tareas demasiado fáciles como la frustración o incluso la ansiedad producida por las más difíciles.
Tipología y modulación
Huelga decir que «dificultad» como término engloba más de un significado y varía según el contexto. El hecho de que los videojuegos sean un medio interactivo no solo significa que el jugador participa en ellos de forma activa, también que esta relación bidireccional puede adoptar diferentes formas y, a consecuencia, requerir diferentes tipos de competencias. De este modo, por ejemplo, podemos catalogar como «dificultad lógica» a la necesidad de asimilar y aplicar de forma adecuada las reglas propias del mundo virtual (las aventuras gráficas giran por completo en torno a ello), como «dificultad táctica» a la elaboración de estrategias óptimas (con vistas a medio-largo plazo en géneros como los RPG), como «dificultad espacial» a la capacidad de orientación y memorización en niveles no lineales (hola, metroidvanias) y como «dificultad mecánica» a la destreza ejecutando las acciones a través de la interfaz de control (que no se reduce al combate y se puede centrar en el aspecto motriz, véanse plataformas de precisión milimétrica como Celeste).
Estas competencias se pueden entrelazar y complementar, dejando que los estudios escoren más hacia una u otra dirección según el tipo de propuesta que quieran construir. Así, si bien tanto el primer Castlevania como su secuela plantearon desafíos exigentes de carácter mecánico, en Simon's Quest, además, Konami decidió empujar el carácter lógico, con requisitos para progresar más crípticos que ir del punto A al punto B o derrotar jefes. Combinar diferentes tipos de desafíos puede hacer un juego más estimulante, pero también exige más maña para equilibrarlos: del mismo modo que el combate requiere afinar aspectos como el control, la claridad visual o los márgenes de respuesta, los retos de naturaleza «intelectual» requieren cuidar facetas como la correcta exposición de la información y la adecuación sensible a un contexto razonable. Algo de lo que Simon's Quest difícilmente era buen ejemplo, con acertijos obtusos que prácticamente requerían golpes de suerte o consulta de guías. Aunque encuentra una contrapartida positiva en otra saga de Konami que, además, nos permite introducir el concepto de «modulación»: Silent Hill.
Podemos usar modulación para referirnos al uso de diferentes tipos de herramientas, sean proporcionadas de forma directa por los desarrolladores o iniciativas de los propios jugadores (usos no evidentes de mecánicas, picarescas, exploits), para alterar la dificultad. En su forma más tradicional, aquellas propuestas por desarrolladores, toman forma de modos como los clásicos «fácil», «normal» y «difícil» u otras denominaciones más creativas. Sobre el papel, es una buena forma de adecuar el juego a diferentes perfiles de jugadores —no solo en función de la mera habilidad, sino también del tiempo que quieran invertir en cada juego completo—. En la práctica, su implementación es otro elemento que requiere planificación añadida y, en no pocos casos, se puede resolver con tanto ventajas como desventajas.
El caso de Silent Hill que adelantábamos es interesante porque algunas de sus entregas (2 y 3) implementaron modos que permitían ajustar la dificultad de los acertijos de forma independiente al combate, algo que requirió que el estudio crease diferentes pistas y soluciones para los mismos puzles. Es una solución brillante porque no solo permite modular dos tipos de dificultad por separado, sino que invita a los jugadores a hacer más de una partida para ver diferentes variantes. Algo parecido ocurría con FPS como GoldenEye, Perfect Dark o la saga TimeSplitters, donde los modos escalaban la dureza de los enemigos, pero también añadían objetivos nuevos a los niveles, logrando que las dificultades inferiores no solo fuesen un atajo para acabar fácilmente la campaña, sino también «entrenamientos» para familiarizarse con el diseño de niveles antes de regresar para superar desafíos replanteados.
Los problemas de las esponjas y la semántica
La gran mayoría de modulaciones planteadas por los estudios, sin embargo, tienden a centrarse a reajustar las exigencias mecánicas, sobre todo las relacionadas con el combate, aunque dentro de esto también existen distinciones importantes. Halo, por ejemplo, se hizo célebre en gran parte por la implementación de rutinas variables en la inteligencia artificial, provocando que más allá del factor estrictamente numérico, cambiasen de forma perceptible aspectos como las dinámicas de ataque en grupo o el instinto de auto-preservación de enemigos. Eso sí, difícilmente constituye la norma, puesto que una implementación minuciosa de esta clase de rutinas implica programar y testear varios juegos en paralelo, lo que termina derivando en los más comunes simples cambios de valores y, en no pocos casos, el síndrome de las bullet sponges (esponjas de balas): enemigos que ponen más a prueba la resistencia que la destreza por limitarse a ofrecer réplicas conductuales con más vida.
Es algo que en algunos casos, no obstante, sí puede ser beneficioso. Devil May Cry, por salirnos de los shooters, también recurre al aumento de vida, pero de una forma más precisa —en jefes— para no solo poner a prueba la resistencia del jugador, sino también el conocimiento y dominio de las mecánicas propias de su combate: del todo opcional en dificultades bajas, gestionar el incremento y canjeo del medidor que activa el devil trigger (capacidad de Dante para transformarse temporalmente en un demonio) reduce drásticamente la duración de los combates. En un caso como este, por tanto, la intención no es castigar al jugador que elige la dificultad difícil y se intenta abrir paso por ella a base de fuerza bruta, sino premiar a aquel jugador que a la destreza con las manos suma un mejor aprovechamiento táctico con la cabeza.
Tangencial, pero relacionado, es un problema de naturaleza semántica que puede asociarse a esta clase de modos. Y es que términos como «fácil», «normal» y «difícil» por sí solos no tienen un significado consistente, dependen de un contexto que varía de juego a juego. El veterano que regresa a una saga sabe a qué atenerse, pero ni siempre es el caso, ni modos equivalentes en una escala teórica marcan necesariamente una equivalencia práctica en la dificultad. En ese sentido, un acierto en tiempos recientes es acompañar los modos de descripciones (el remake de Resident Evil 2 amplía la selección del original y matiza que, además de los cambios en dureza de los enemigos, el más fácil tiene puntería asistida y regeneración de vida, mientras que el más difícil requiere usar cintas para guardar), aunque eso tampoco impide que las compañías puedan darle uso cuestionable (el reciente Pikmin 3 Deluxe renombra el único modo de Wii U como «difícil» y no aclara que «normal» es en realidad fácil).
Dificultad dinámica y escalado de nivel
Hablando de Resident Evil 2, el nuevo clásico de Capcom también es un buen exponente de un tipo de modulación camuflada que algunos juegos usan para acomodarse al jugador: la conocida como dificultad dinámica o adaptativa. Si bien las características propias de los modos extremos son inamovibles (el modo fácil siempre va a tener ventajas como la regeneración de vida y el modo difícil va a requerir cintas para guardar), en el intermedio, valores como la vida de los zombis o la probabilidad de críticos cambian hacia arriba o hacia abajo en función del rendimiento del jugador. Es una práctica recurrente en la saga, que se remonta a Resident Evil 4 —donde el estudio incluso quitaba enemigos tras varios intentos—, y sirve para favorecer esa tensión constante de la que hablamos antes (los mecanismos internos trabajan para que nunca sea demasiado fácil y aburra, o demasiado difícil y frustre).
Un principio similar lo aplica Mario Kart a la hora de asignar mejores objetos a los rezagados, y también otros juegos de velocidad sin ítems para evitar que la distancia entre vehículos aumente demasiado y las carreras pierdan intensidad (fenómeno conocido como rubber banding). Esto, naturalmente, plantea otro dilema, ya que, de forma manifiesta o no, el jugador pierde control sobre la modulación. El reto se ajusta a él en vez de a la inversa. Aunque si se aplica de forma sutil, es algo difícilmente problemático porque la mayoría ni siquiera lo percibe y sigue experimentando la satisfacción de superar el modo elegido sin cambiarlo, opción directa que muchos juegos también ofrecen al encadenar varias muertes (aquí vale la pena señalar Smash Bros. Ultimate como híbrido, ya que la dificultad de su modo arcade usa una escala con decimales que cambia de forma visible en función del rendimiento).
Claro que esta clase de trucos son más difíciles de implementar cuando se aumenta la escala y las posibilidades. Con el tiempo, los juegos de apenas una hora no solo dieron paso a otros de ocho o diez, también a mundos abiertos donde el jugador podía estar varias docenas merodeando. Esto, obviamente, requiere otra planificación, tanto en lo que se refiere al contenido en sí como a la propia dificultad. Es por ello que muchos RPG recurrieron a un sistema, el level scaling (escalado de nivel), orientado a mantener de forma constante ese equilibrio que evitase los extremos fáciles y difíciles. Así, daba igual que un personaje de nivel 10 fuese a la zona B o a la C antes que a la A, los enemigos se ajustarían para ofrecer un desafío apropiado y el jugador no fuese disuadido de explorarlas. Una teoría lógica que, como todo, históricamente ha tenido mejores y peores implementaciones. Lo que nos lleva, por fin, de vuelta a Elder Scrolls.
Como decíamos al principio, Morrowind implementó una barra para que el jugador regulase la dificultad general: el punto inicial, situado en el centro, era 0, pero se podía subir o bajar hasta 100 puntos en cualquier dirección. Estos cambios tenían efectos claros en el combate, aunque ni siquiera al mínimo terminaban de trivializar la experiencia por varios motivos: primero, porque el juego también requería otro tipo de destreza para orientarse a partir de diálogos y notas de diario (no había GPS mágico que indicase la posición y el mapa solo se dibujaba mediante exploración); segundo, porque daba gran importancia a atributos más allá de ataque o defensa (en -100 nuestros golpes eran demoledores, pero podían errar incluso a un palmo del enemigo); y tercero, porque el level scaling era muy moderado y preservaba tanto jerarquías claras (un bandido siempre iba a marcar diferencias respecto a una rata, y un soldado entrenado respecto a un bandido) como picos ajustados de forma manual —la Montaña Roja debía ser, y era, más intimidante—.
Cuatro años después, Oblivion llegó con gráficos de nueva generación, GPS mágico y una interpretación más drástica del sistema: todo, desde los tipos de enemigos, hasta sus atributos e incluso equipamientos, cambiaba al mismo tiempo que el jugador subía de nivel. A consecuencia, ningún rincón era realmente peligroso —a menos que subiésemos la barra de dificultad y todos lo fuesen—, criaturas menores como ratas o cangrejos difícilmente ilustraban la evolución del personaje con el paso de las horas, bandidos acababan poblando los bosques con equipamientos legendarios e incluso podían aparecer desequilibrios imprevistos cuando el personaje subía de nivel con atributos que no eran de combate (sigilo, cerrajería, etc.) porque no los discriminaba. Las inconsistencias fueron tan evidentes que, para la siguiente entrega (Skyrim), Bethesda volvió hacia atrás e implementó un sistema mucho más moderado y localizado. Y otros juegos posteriores como The Witcher 3 o Assassin's Creed: Odyssey decidieron añadir un selector de escalado independiente al de dificultad.
Demon's Souls: Vuelta a los orígenes
Eso sí, ninguno de los problemas comentados evitaron que Oblivion recibiese mejores puntuaciones, vendiese más millones de copias y ganase más premios que Morrowind, así que Sony seguía esperando la réplica de From Software. Sin embargo, el desarrollo se complicó, los prototipos se sucedían sin éxito y el proyecto estuvo al borde de la cancelación. Fue entonces cuando Hidetaka Miyazaki —director entonces al frente de la saga Armored Core—, vio una oportunidad única para experimentar con su género favorito: la fantasía oscura. Con el beneplácito de una From más atenta a otros proyectos y el desconocimiento casi total de Sony, el creativo desechó la primera persona y el mundo abierto. Sabía que no podrían competir con Bethesda en sus propios términos, así que replanteó Demon's Souls como un regreso a los RPG de antaño. Un juego más exigente, pero donde el jugador viese recompensados sus esfuerzos con progresos y descubrimientos significativos.
Como él mismo matizaría en entrevistas posteriores, el objetivo no fue simplemente subir la dificultad por el mero hecho de subirla, sino para perseguir esa sensación de logro que le sucedía. Una que no se podía «trucar» cambiando modos o bajando barras, sino adaptándose para modularla con las herramientas propias del juego. Fue en contra de casi todas las convenciones contemporáneas, usando penalizaciones severas para introducir a los jugadores en un constante estado de hiperalerta incluso cuando no había enemigos a la vista. Impidiendo subir de nivel hasta completar el primer desafío de Boletaria para hacer que el jugador no se apoyase solo en las estadísticas, sino que interiorizase el uso de sistemas como la resistencia y los parries. Que apreciase el impacto en el ataque, la defensa y la velocidad de cada cambio en el equipamiento. Que buscase atajos que canjeasen la exploración por progreso aunque cada muerte devolviese al punto inicial. Que atesorase recursos como hierbas curativas o bombas incendiarias. Y que aprendiese a vivir con la pérdida permanente de las almas que servían como moneda y experiencia. Porque el miedo invitaba a la cobardía y Demon's Souls requería tomar riesgos.
Fan confeso de obras como el Zelda original o ICO —juego que le motivó a perseguir una carrera en el medio—, Miyazaki también quería construir una experiencia contemplativa, con misterios. No se trataba solo de que el combate exigiese más, también de prescindir de indicadores de misión, los mapas con mil puntitos o incluso dejar que los jugadores descifrasen por su cuenta mecánicas sin tutoriales dedicados, incluyendo una críptica inversión del escalado que complicaba el juego al morir de forma repetida. Aunque tampoco era sadismo indiscriminado, y el juego dejó a cambio ventajas como un sistema de pistas que los usuarios podían compartir, la invocación de otros jugadores para ayudar contra jefes —a cambio de tener la partida abierta a invasiones enemigas, eso sí— o la posibilidad de saltar a placer entre varios niveles para probar suerte en otro si uno se nos atragantaba más de la cuenta.
Fue una prueba de fuego en una época donde la mayoría de juegos optaban por cómoda tibieza. Una prueba que Sony no superó, como el propio Shuhei Yoshida admitiría tiempo después. Aun siendo propietarios de la licencia, se negaron a distribuir el juego fuera de Japón: aquello tenía poco o nada de Oblivion, la recepción en eventos como el Tokyo Game Show fue un desastre y las ventas iniciales ni siquiera alcanzaron las bajas expectativas. Tras años con Dark Souls hasta en la sopa es fácil olvidarlo, pero la saga fue rescatada del nicho más extremo por fans que lo importaron. Como estaba en inglés y no tenía bloqueo regional, foros, streamings y algunos análisis occidentales empezaron a hacerse eco de aquel juego diabólicamente difícil, pero a la vez adictivo porque cada progreso importaba. En una jugada maestra, Namco no solo se hizo cargo de su distribución en Europa, también produjo una secuela que no sería secuela, sino una IP nueva. Y el resto, como se suele decir, es historia.
Sekiro y la dificultad como expresión artística
Por supuesto, la historia sigue con Dark Souls consagrada como una de las sagas más influyentes de la década, Sony volviendo a la puerta de From Software para producir Bloodborne y Bluepoint Games rehaciendo el ya-no-tan-nicho Demon's Souls para respaldar el lanzamiento de PS5 como juego estrella. Aun así, la trayectoria de Miyazaki no ha estado exenta de controversias, casi siempre producto de esa misma dificultad que lo puso en el mapa en primer lugar. Es un tema que viene y va como las mareas, aunque sacudió la orilla de forma particularmente agitada el año pasado con el estreno de Sekiro: Shadows Die Twice. Esta vez producido por Activision, el juego mantuvo la buena racha en ventas, y con ellas se unió más gente a un debate que esta vez, además, encontró a algunos fans de los propios Souls algo fuera de lugar al reducir o incluso eliminar elementos roleros, la variedad de builds y las invocaciones online.
La renovada exigencia abrió y mezcló frentes sobre dificultad, accesibilidad e intención de autor. Los dos primeros a menudo vinieron entrelazados y confundidos, así que vale la pena diferenciar accesibilidad, o inclusividad, como la serie de medidas dedicadas a que jugadores con algún tipo de discapacidad visual, auditiva, cognitiva o motriz puedan sortear impedimentos que para el grueso de jugadores no son tal. Es un aspecto al margen de la dificultad per se que, por suerte, cada vez más compañías tienen en cuenta, ofreciendo desde opciones para aumentar subtítulos, añadir indicadores extra a la interfaz o cambiar el funcionamiento de botones hasta compatibilizar juegos con hardware especializado. En ese sentido, Sekiro tiene margen de mejora, aunque ofrece un punto de entrada más amable que sus predecesores tanto por la presencia de tutoriales que explican cada mecánica al detalle como de un personaje que permite practicar las técnicas en un entorno seguro.
Esto, no obstante, tendió a ser un factor secundario de la controversia. Porque aunque Sekiro no fuese demasiado inclusivo, todavía se encuadraba en una tendencia general de un medio con deberes por hacer. Lo que multiplicó el debate fue el hecho de que muchos jugadores perfectamente adaptados a otros juegos del género sin necesidad de ajustes extra también considerasen que el juego levantaba barreras demasiado altas para ellos. Para poder disfrutar del mundo creado por From sin necesidad de invertir un tiempo que no tenían o desarrollar una destreza que quizá no estuviese a su alcance. Fue —y aún es— un debate con grises que, cómo no, a menudo rozó los extremos y derivó en la narrativa de que los Souls perpetuaban un elitismo al negar modo fácil. Pero eso, incluso aceptándolo como cierto —sea en un porcentaje marginal o significativo—, no deja de ser una cuestión de la comunidad. Y no es de la comunidad, sino de From, de quien depende incluir dicho modo.
A principios de 2012, meses antes de que el primer Dark Souls diese el salto de consolas a PC, el estudio británico The Chinese Room puso a la venta un juego llamado Dear Esther. El título tenía origen como mod creado a partir del motor de Half-Life 2, pero fue a su lanzamiento comercial cuando se avivó otra controversia, bastante diferente, en torno a los límites del «videojuego» como medio: sin más mecánicas que caminar, ni más objetivos que llegar al final del camino mientras escuchábamos los relatos que pieza a pieza formaban la narrativa, la obra fue un punto de inflexión clave a la hora de establecer el género ahora conocido como walking simulator. Uno que, como los demás, ha evolucionado, aportado nuevas ideas en la puesta en escena y la jugabilidad, que a veces también se cuela entre los juegos más reverenciados (Gone Home, The Stanley Parable, What Remains of Edith Finch, etc.), pero que aún sigue siendo acompañado por cierto estigma por su simplicidad mecánica.
Este pequeño desvío nos lleva por otra senda hasta una idea común y es que, aunque sea razonable decir que los videojuegos, como medio, deberían ser para todo el mundo, eso no equivale a decir que todos los juegos deban ser para todos los jugadores, porque de sus diferencias y riesgos surgen sus identidades, su capacidad para materializar tanto una visión creativa específica como apelar a una sensibilidad también específica. Si Dear Esther intentase contar la misma historia a lo largo de una isla más grande, donde el estudio pudiese implementar y sacar partido a mecánicas plataformeras, el resultado se podría definir como un producto más elaborado, quizá también más «divertido», pero perdería el aura de solemnidad que tiene en su forma actual. Del mismo modo, si Sekiro hiciese opcional el dominio de mecánicas como la gestión de la barra de postura o el timing del contraataque Mikiri para que cada jugador las usase o las ignorase a su gusto, la experiencia resultante también sería diferente.
La función estética, producto del talento de las personas involucradas en el diseño de personajes y niveles, o de escribir trasfondos argumentales, podría ser disfrutada por su cuenta, pero sin la tensión jugable sería como escuchar la triunfal pieza musical del clímax de una película sin ver las imágenes acompañantes. Las bandas sonoras, de hecho, a menudo se pueden comprar por separado aunque fuesen compuestas para un contexto concreto, pero éste les da otro significado, las complementa para crear una relación simbiótica. Y es justo esa relación, que eleva ambas cosas por asociación, la que buscaba Miyazaki. Porque dibujar y luego construir con polígonos una criatura monstruosa perdería impacto si lo único monstruoso fuese su aspecto. Por eso, los juegos de From no existen como meros mundos virtuales donde ubicar las proezas de Lobo, un cazador de Bloodborne o un caballero de Dark Souls, sino las del jugador. Décadas después de las partidas de 25 pesetas y los cartuchos con juegos de una hora sigue habiendo valor en la dificultad, uno que responde a la función artística.
Determinación: La psicología de la dificultad
Antes de concluir, vale la pena recalcar que la dificultad es una herramienta propia de los videojuegos con capacidad para empujar a los jugadores hacia estados inalcanzables por otros medios. Aunque esto a veces se traduce en frustración, sacarnos de la zona de confort sin opción para ajustar modos o barras es tanto una decisión que limita la versatilidad como una ventana a un nuevo tipo de introspección. Persistir en juegos difíciles nos lleva a mejorar destrezas, a desarrollar pensamiento lateral para buscar alternativas y, en caso de éxito, a mejorar la autoestima. Es inevitable que algunos se queden por el camino y autores como Miyazaki lo saben tan bien como los que le piden un modo fácil. Pero el hecho de construir un juego alrededor de un desafío igual para todos invita tanto a la celebración comunal en caso de triunfo, como a la colaboración en caso de duda o fracaso.
Ni el jugador con el récord mundial de un speedrun, ni el que decide reemplazar el mando por la guitarra de Guitar Hero o los bongós de Donkey Konga para ponerse a prueba llegaron hasta ese punto sin errar, perder y frustrarse por el camino. Y en algunos de esos momentos, ellos seguramente también se preguntaron si valía la pena. Por qué pasarlo mal si los videojuegos son un método de evasión que, por norma, busca lo contrario. Para esto no hay una sola respuesta porque, así como cada juego es único, cada jugador también lo es. Pero algo difícilmente discutible es que la exigencia de la tarea incrementa la sensación de logro y, a consecuencia, la propensión a aceptar nuevos retos. Es algo que también se aplica en otros ámbitos, como cuando aprendemos a tocar un instrumento o entrenamos para superar una marca deportiva. Al igual que un músculo que mejora su rendimiento con la práctica, la determinación es una cualidad que se desarrolla y se transfiere de juego a juego, o incluso a otras facetas de la vida, donde también es necesario lidiar con el fracaso para triunfar.
Privar de un modo fácil, un atajo hacia el objetivo que no requiera tocar todas las notas o empezar la carrera desde la misma línea de salida que otros atletas, siempre será controvertido y nuestra intención aquí no es demostrar lo contrario. Pero a veces, aunque solo sea a veces, la falta de alternativas es el empujón que necesitan algunos para ver hasta dónde son capaces de llegar. Incluso aunque no sea hasta el final, quizá sí sea mucho más lejos de lo que imaginaban antes de empezar.
- RPG
- Acción
Demon's Souls representa el regreso del videojuego de acción RPG de From Software de PlayStation 3 en forma de remake a cargo de Bluepoint Games y PlayStation Studios para PlayStation 5. En la búsqueda por aumentar su poder, el rey Allant XII, monarca de Boletaria, canalizó las antiguas artes del alma y despertó a un demonio tan antiguo como el tiempo: el Anciano. Esta acción provocó que una niebla incolora se extendiera por toda la región, liberando a terroríficas criaturas hambrientas de almas humanas. Aquellos cuyas almas les fueron arrebatadas, perdieron la cordura y solo les quedó el deseo de atacar a quien aún la conserve.