Los Milagrosos Mets de 1969 llegan a la luna y ganan el título
Todo el país se burlaba del nuevo combinado de Nueva York que perdía sin cesar hasta que llegó su año mágico, ganando a los poderosos Orioles.
El año 1969 nos dejó eventos que dejaron unas huellas indelebles en la controversia historia del siglo XX. Los ideales de pacifismo, el amor libre y el pensamientos hippie, resumidos magistralmente en la interpretación del himno estadounidense por medio de una guitarra acústica obra de leyendario talento de Jimi Hendrix, se desafiaban a la sangrienta y agotadora guerra de Vietnam. El concierto de Woodstock fue el manifiesto y el testamento de una época de ilusiones y esperanzas. En este contexto se enmarca el milagro de los Mets. Un periplo tan estremecedor que todavía encandila. Un trayecto que fascina porque es un arquetipo de cómo sortear las dificultades más infranqueables. Un relato de un grupo de jugadores acostumbrados a pasar amarguras y a ser pintados como chistes en carne y huesos que inesperadamente acierta la temporada perfecta. Nadie, ni un maniático de las utopías hubiese envidado ni un penny por ellos.
En el año 1957 Dodgers y Giants, pilares sobre los cuales, juntos a los Yankees, se elevó la edad de oro del beisbol neoyorquino, dejaron la gran manzana rumbo a California. En Brooklyn y en el norte de Manhattan una chusma de aficionados se quedó huérfana. Rivales de miles de legendarias batallas ahora compartían este vacío interior. La ciudad que había dominado en los años 40 y 50 se quedaba sin un equipo de Liga Nacional. Tras más que un lustro sin beisbol nacieron los Metropolitanos. En sus colores encontramos una romántica estela de nostalgia. El color naranja que representaba a los Gigantes y el azul que lucían los Dodgers. La gran mayoría de estos aficionados se volcó con el nuevo equipo, que arrastró también la pasión de jóvenes simpatizantes a los cuales no les fascinaban las hazañas de los Bombarderos del Bronx. Sin embargo, a partir de su temporada inaugural, los Mets se convirtieron en la burla de la MLB. Apodados los “estupendos perdedores”, no tardaron en alcanzar marcas negativas que todavía persisten en la ultra centenaria historia del beisbol estadounidense.
El error básico que cometieron en los despachos del barrio de Queens, donde se ubicó la organización tras un par de temporadas en el Polo Grounds, fue dejarse seducir por la melancolía. El intento de atrapar más seguidores nostálgicos produjo fichajes que nunca cuajaron. Llegaron muchos atletas curtidos que habían militado en Dodgers y Giants, pero ya habían vivido sus años mejores. Todo esto resultó en una mezcla desbaratada que ni siquiera un gurú como Casey Stangel, que fue convencido a timonear la nueva franquicia, supo moldear. No obstante la sequía, marcada por estruendoso batacazos, los Mets incrementaron una buena base de simpatizantes que acudían al nuevo recinto ciudadano, el Shea Stadium. En sus primeras 6 temporadas de Mlb nunca acabaron en un lugar distintos al último o al penúltimo, firmando actuaciones paupérrimas.
En el 1967 una pequeña luz alumbró el camino del combinado azul y naranja. El fichaje de Tom Seaver que ganó el premio de novato del año. El eje sobre el cual intentar aupar una rotación de abridores de cara al futuro. Las cosas no cambiaron mucho hasta que llegó el año 1969. Algunos jóvenes estaban madurando y en el banquillo se había sentado hace un curso el mítico Gil Hodges que ya había vivido la memorable época de los Boys of Summer en Brooklyn. El nuevo caudillo tuvo el toque para mecer el grupo y ungirlo de todo lo que se necesita para aspirar a intrigantes metas. Supo transformar el espanto en ambición y las derrotas en inspiración. Nació un combinado sólido y sufridor con un sentido gremial del juego que con enjundia empezó a plantear cara a todos sus contrincantes.
Los Mets empezaron la temporada encajando una rocambolesca derrota contra los Expos de Montreal. Muchos opinaban que el revés hubiese sido el fiel espejo a lo que otra vez estarían condenado a vivir sus incondicionales. Sin embargo, los pupilos de Hodges navegaron hasta el ecuador del curso siempre alrededor del 50% de victorias algo que nunca habían sido capaz de conseguir. El día 20 de julio los neoyorquinos se lanzaron por las calles para festejar llegada de Neil Armstrong al suelo lunar. Quizás un señal de lo que hubiese podido pasar en otoño. Los reyes de aquel verano, sin embargo, fueron los Cachorros de Chicago. Arrastrados por el talento de Ernie Banks y otros cuantos cracks estaban dominando. Los Mets se mantenían en segundo lugar y empezaron a ganar partidos con buena continuidad empujados por una estupenda rotación de lanzadores y por un ataque que no era poderoso, pero sabía cuándo aniquilar al adversario. Hodges alternaba mucho sus jugadores en ataque, de esta forma llegó con sus guerrilleros en plena forma de cara a las pugnas decisivas. Todo lo contrario de lo que pasó a los de Illinois que abordaron el mes de septiembre maltrechos por el cansancio.
Ninguno hubiese podido imaginar un colapso tan catastrófico por parte de los Cubs y una racha ganadora tan colosal por parte de los Mets, que recuperaron un diferencial de 9 juegos a sus antagonistas. Los neoyorquinos ganaron una mini-serie a los blanco y azules cortando definitivamente las alas a los de Chicago. Uno de estos desafíos pasó a la historia por la irrupción cerca del banquillo de los Cachorros de un gato negro, presagio de un nefasto final. En unos de las más improbables cabalgadas el joven combinado ganó 38 de los últimos 49 clasificándose para la final de la Liga Nacional. Allí no tuvieron piedad de los Braves, liderados por Hank Aaron y Orlando Cepeda que fueron barridos bajo una arrolladora demostración de poderío con el bate, algo insólito conforme con las características de la plantilla de Hodges. Pese a todo el fantástico recorrido, lo analistas pensaban que hubiese sido imposible alzar el título mundial. Los Baltimore Orioles efectivamente eran formados por una constelación de estrellas.
El primer partido pareció abastecer los vaticinios que protagonizaron la previa. Los Orioles ganaron a los Metropolitanos en frente de una enardecida multitud en su feudo. El conjunto de Baltimore había podido resolver las cuentas contra un gigante muy peligroso e inspirado como el pitcher Seaver. Sin embargo, esta derrota no había mermado la confianza que estaba presente en el vestuario de la novena neoyorquina.
Del segundo episodio encontramos amplios rasgos en la película de ciencia ficción, Frequency. Jim Caveziel que interpreta a John Sullivan viaja en el tiempo para conocer a su padre, muerto en un accidente. Dennis Quaid, en el rol de Frank, no cree que John sea su hijo hasta que este último destella el desarrollo del fabuloso encuentro disputado en el Memorial Stadium. Fue en aquella misma tarde que se desmoronaron las convicciones de los Orioles. Los dirigidos por Earl Weaver empezaron a mermarse gracias a la tremenda actuación del lanzador de los Metropolitanos Jerry Koosman que a lo largo de 6 entradas intento repetir la gesta de Don Larsen, único pitcher capaz de completar un perfect game en un episodio de las World Series. Los Orioles lograron empatar el cañonazo de Clandenon pero cedieron en la novena entrada.
Dos días después estaba programado el primer juego de una Serie Mundial en la historia del Shea Stadium. Los anfitriones arrancaron por todos los alto gracias al jonrón golpeado por Agee. A partir de allí nunca miraron hacia atrás. La actuación de Gentry fue arrolladora, como magistral la aparición del relevo Nolan Ryan que salvó el triunfo de los suyos con un par de entradas impecables avasallando el intento de remontada de los Orioles. Su leyenda será escrita en otros escenarios pero nunca jamás, el texano volvió a actuar en un decorado de semejante calado.
En el cuarto encuentro, Seaver buscaba la redención tres la decepción de la pugna inaugural. No salió a la colina como uno de estos púgiles ya tocados por un fuerte manotazo. Desde que se asomó al montículo dejó claro que las cosas habían cambiado drásticamente. En su espalda grababa también el peso de las críticas que se derramaron contra él por la aparición de una foto suya en el famoso Moratorium Day. Aquel mismo día una gran muchedumbre se lanzó a las calles para protestar contra la extenuante y dramática aventura bélica en el Sur-Oeste asiático. Nada lo afectó, aprendió del tremendo azote encajado en el estreno de la Serie y supo ajustar sus disparos hasta acariciar la perfección y desorientar a los rivales. Seager protagonizó una pieza maestra gripando a las estrellas visitantes hasta la novena entrada. Los Orioles en su último tentativo lograron el empate y no consiguieron anotar más debido a una espectacular jugada defensiva de Ron Swoboda. Seaver volvió a anular a los rivales en la entrada extra y triunfó cuando Gaspar, ayudado por una indecisión de la defensa rival, marcó la carrera decisiva.
La jornada siguiente los hinchas llenaron nuevamente el Shea Stadium. Ganar hubiese significado sellar uno de los recorridos más improbables de la historia. Su pasión era irrefrenable, el fervor sobrecogedor. Sin embargo, los Orioles se jugaron sus últimas cartas con orgullo y se pusieron por delante 3-0. En la parte baja del sexto asalto, el suceso que cambió la historia del partido. En un primer momento se pensaba que la bola disparada por McNally había tocado el césped y no al bateador Jones. Sin embargo el entrenador local convenció el árbitro del contrario enseñándole la pelota manchada por el betún, signo que el esférico había rozado con la bota del slugger. El colegiado otorgó la primera base al jardinero izquierdo y unos instantes después Clandenon conectó el jonrón de 2 carreras que decantó la remonta de los locales. El empate llegó en el asalto siguiente gracias a un latigazo de Wais. El ímpetu de los anfitriones era imparable. El héroe defensivo del cuarto partido, Swoboda, cambió de faceta y disparó el doble que supuso la carrera de la gloria La gallardía de los Mets había superado el talento de los favoritos.
Cuando Jones atrapó la pelota que cincelaba la victoria estalló un éxtasis infinito. Desde la grada los aficionados invadieron el césped, los jugadores tuvieron que escapar hasta el vestuario. Escenas de locura, cuadro de una temporada que en Nueva York recordaran hasta la eternidad.