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Miss Hawley: “El alpinismo de hoy te ofrece gloria por dinero”

Elizabeth Hawley es una periodista estadounidense y la histórica cronista de las expediciones al Himalaya. Una cumbre no es tal si no ha recibido su visto bueno.

Elizabeth Hawley.
DANI SANCHEZ

El chófer de Miss Hawley me recoge en el hotel en un Volks­wagen Beetle azul de 1963, que todo el mundo reconoce por las calles de Katmandú. “Siéntete un privilegiado, porque casi nadie sube en este coche”, me dice cuando nos presentamos. Ha debido haber una confusión por teléfono, pero prefiero simplemente sonreír. Entro en la casa igual de nervioso que lo haría un amante del boxeo en la casa de Muhammad Ali. La residencia de Elizabeth Hawley es un viaje a los años dorados del periodismo postcolonial. Todo parece seguir igual desde hace décadas. Ella me recibe sentada en el mismo sofá que he visto en multitud de fotos. La saludo todavía impresionado por el lugar y no puedo dejar de pensar que toda la historia del alpinismo ha pasado por esta habitación. Su voz es leve y entrecortada. En ocasiones se queda en silencio buscando en su memoria, a punto de cumplir 91 años, el nombre o el año adecuado. Las leyendas cuentan que fue amante de Sir Edmund Hillary. Sea o no verdad, en la mesa de al lado sólo hay dos publicaciones. Un National Geographic con un joven Hillary y una biografía del alpinista neozelandés ya anciano.

Elizabeth Hawley lleva décadas realizando un minucioso archivo de las expediciones que llegan al Himalaya, y de las cumbres que realizan. Ella no se considera una referencia en el alpinismo mundial y reniega de su papel de notaria de las montañas, pero para muchos alpinistas, una cumbre no es tal si no recibe el visto bueno de Miss Hawley. Resume en una frase su trabajo: “Si dudas que estás en la cumbre, es que no estás, porque allí no hay nada más arriba”.

—En 1957 decide abandonar una vida y un trabajo estable por ir a conocer mundo.

—Realmente nunca me puse a pensar esa decisión. Simplemente lo hice. No fui consciente del paso que daba. Tomé un avión. Luego continué el viaje y ahora no creo que pueda ya hacer otra cosa. Al principio buscaba algo diferente. Estaba haciendo lo mismo una y otra vez. El trabajo que yo tenía estaba bien, pero comenzaba a saturarme y no sabía muy bien dónde ir. Quería hacer algo distinto y decidí emprender un viaje por el mundo, que me acabó llevando a Katmandú en febrero de 1963.

—¿Cómo era aquel Katmandú que se encontró en los años 60?

—Muy, muy diferente. Yo estudié periodismo y todo aquello que tenía que ver con Katmandú era excitante. Encontraba muy interesante la historia del Nepal, los cambios políticos y la apertura que había sufrido en aquellos años el país hacia Occidente. El potencial de la ciudad era enorme en esa época. Muy interesante para un periodista seguir el día a día en un lugar así.

—Su trabajo como corresponsal fue poco a poco derivando en el actual: realizar un archivo de las distintas ascensiones. ¿Cómo era su relación con aquellos primeros aventureros?

—Al principio eran algo recelosos, pero pocos rechazaban reunirse conmigo. Aquellos primeros escaladores casi siempre formaban parte de equipos nacionales o de grupos relacionados con ejércitos. Eran personas extremadamente educadas y escaladores con muchísima experiencia. Luego, en los 70, empecé a ser más conocida y ya casi no tenía ni que presentarme.

—Comparando las distintas épocas que ha conocido, ¿con cuál se queda?

—Es difícil comparar épocas, porque son estilos muy distintos. Aquellas primeras expediciones eran casi militares, de muchas personas, con una jerarquía establecida. Luego, una gran etapa de aventureros con muy pocos recursos, pero con enorme ilusión y motivación. El gran alpinista polaco Jerzy Kukuczka pasaba los días en hoteles de mala muerte, sin apenas recursos ni planificación. Hoy en día, tenemos el caso opuesto de los escaladores patrocinados por una multinacional. Y las últimas en llegar, en los 90, han sido las terribles expediciones comerciales, donde por una importante suma de dinero te ofrecen la gloria.

—¿Cómo es la diferencia entre aquellos alpinistas llenos de ilusión, pero casi amateurs, y los alpinistas profesionalizados de ahora?

—La posibilidad de elegir. Los alpinistas amateurs no tienen por qué hacer cima cuando les falta energía. Pueden darse la vuelta sin miedo a sus compromisos comerciales. Sin embargo, podría citar varios alpinistas que han muerto porque la presión de sus sponsors les ha empujado al límite. Entrevisté a un alpinista australiano en varias ocasiones. Organizaba expediciones comerciales y volvía una y otra vez a verme. Le pregunté: ‘¿Por qué sigues viniendo, por qué no lo dejas y te rindes?’. Me contestó que lo hacía o moría. Lo hizo y murió.

—¿Cómo se siente cuando eso ocurre?

—Pienso que es un error. Cuando lo has intentado varias veces y no lo consigues, lo mejor es dejarlo. Si tienes familia y niños me parece muy extraño buscar así la muerte. No acabo de entenderlo.

—¿Cómo se siente cuando todo el mundo está pendiente de usted para resolver una disputa como la que hace varios años hubo entre Edurne Pasaban y Miss Oh?

—Mucha gente piensa que soy un juez, y yo no juzgo a nadie. Primero, no trabajo sola, ya que la base de datos la mantenemos entre tres personas. Escuchamos a la gente, vemos si es correcto, hacemos una serie de preguntas, pedimos unas evidencias. Miss Oh estaba tan exhausta que creía que había estado en la cumbre, pero había serias dudas. Ella llevaba cuatro sherpas, y yo hablé con ellos uno por uno. La propia federación coreana puso en duda su ascensión.

—¿Hay alguna pregunta clave para saber la verdad?

—Yo no investigo la verdad, sólo intento averiguar si lo que me cuentan es lo correcto. Pero, en general, no tengo ninguna pregunta con truco. Son simples averiguaciones y contrastaciones. Una de las preguntas que hago es: ‘¿Qué has visto cuando estabas en la cumbre?’. Y ellos me deben responder si han visto el Lhotse, el Everest, etc… Sin embargo, si la respuesta es que estaba nublado, que no han podido ver nada, etc… es para mí una respuesta incorrecta. Lo cual no quiere decir que no hayan estado en la cumbre.

—En un deporte como el alpinismo, en el que no hay premios, ¿qué sentido tiene mentir?

—Yo no creo que mientan. Ellos realmente creen que han estado en la cumbre, por el cansancio, la falta de visibilidad… incluso a veces se autoconvencen de ello. No creo que conscientemente vengan a mentirme. La alta motivación necesaria para escalar un ochomil impide en ocasiones admitir un fracaso, ni ante uno mismo ni ante los demás.

—Ha entrevistado a los más grandes, como Reinhold Mess­ner, Peter Habeler, Kukuczka, Bonington… ¿Cuál es la gran diferencia con los alpinistas actuales?

—Para escalar esas horribles montañas se necesita una enorme motivación, que en ocasiones roza el masoquismo. Cuando conocí a Messner era un chico de pueblo del sur del Tirol, no hablaba nada de inglés. Él sí subió en solitario en 1980. Hoy, los que hablan de subir en solitario olvidan que, aunque caminen solos, en la montaña hay 500 personas. Hoy por hoy es prácticamente imposible hacer una ruta en solitario, a no ser que vengas fuera de temporada.

—¿Ha ido alguna vez a la montaña?

—Nunca. La única cumbre que he subido fue una pequeña montaña en los Estados Unidos, junto a mi padre, cuando era una adolescente. Y otra vez fui haciendo trekking hasta el monasterio de Tengboche, pero nunca he llegado ni al campo base del Everest. La montaña resulta demasiado incómoda.

—¿Nunca ha tomado un descanso en 50 años?

—Un descanso, ¿para qué?