A Gil se le quería mucho

La despedida a Gil confirma que hay algunas condiciones del ser humano que siempre resultan admirables: el optimismo, la sinceridad, la pasión por la vida, la simpatía, el trato noble con los amigos. A quien goza de esas condiciones se le quiere, por encima de sus errores, por patentes que estos sean. Por eso a Gil se le quería mucho, como pudo apreciarse ayer en su despedida. Millares de aficionados hicieron cola para darle su último adiós en la capilla ardiente. Y la representación institucional en el funeral de cuerpo presente y en el entierro fue igualmente destacadísima.

Su huella queda, no hay duda. El Atlético ha vivido con él una peripecia particularmente exagerada, incluso para un club de trayectoria trufada de forma casi natural de acontecimientos extraordinarios. Ayer mismo, día de San Isidro, patrón de esta Villa y Corte, se cumplían treinta años de aquel empate inaudito ante el Bayern de Munich, por gol de Schwarzenbeck en el último instante de la prórroga. Las cosas del Atlético siempre han tenido una desmesura propia casi de la ópera, como si estuviera en manos de un destino exageradamente

caprichoso.

Gil sólo era posible en este club, del que no sólo ha sido el propietario, sino su representación misma, su encarnación reconocible en esa constancia para luchar contra el azar adverso, en esa renovación continua del optimismo. Por eso toda la ciudad y todo el fútbol español se han entristecido con su adiós. Pero con él no se va el Atlético. El Atlético sigue. Sus acciones quedan en manos de su hijo Miguel Ángel, que en los últimos años se las ha ido apañando para sortear dificultades. Su afición sigue, siempre fiel. Y su plantilla, que hoy se batirá por la UEFA. Para dedicársela a Gil.

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