Cuando un amigo se va...

Cuando cierre los ojos y piense en Jesús Gil siempre le recordaré por su pasión y su vitalidad. Sé que su paso por la vida y por el fútbol ha sido muy polémico, que mucha gente ha tenido cosas que reprocharle, que hizo cosas que no debió hacer. Pero yo encontré siempre en él enseñanzas positivas, por esa forma optimista y volcánica de encarar los problemas. La vida nos colocó cerca y puedo atestiguar que fue un hombre con el que uno podía entenderse, incluso en las discrepancias más agudas. Y que, familia aparte, su gran pasión fue el Atlético de Madrid.

Quizá habían nacido el uno para el otro. El Atlético de Madrid, quién sabe por qué, tiene en su esencia algo transgresor, un gusto por la aventura, por lo imprevisible. Gil apareció en la presidencia como un huracán, con el galáctico del momento en la mano, Futre, Menotti en el banquillo y una buena lista de grandes jugadores. La impaciencia le devoraba y eso impedía que sus proyectos fructificasen. Fundía entrenadores a toda velocidad, desoyendo los consejos de calma de su hijo Miguel Ángel: "Lo hemos probado todo menos la paciencia", dijo un día. Me llamó la atención.

Gil no quiso probar la paciencia. Era incapaz. Pero sí tuvo la generosidad de irse retirando poco a poco, en favor de su hijo, que supo llevar las cosas con más calma. Le costó, pero lo hizo, en un proceso de renuncia que hay que valorar en un personaje tan apasionado. Ahora que se va nos deja el recuerdo de un periodo turbulento, que incluye un doblete y un descenso. Un periodo de intensa vida en el Atlético, que nunca perdió su protagonismo social, su respaldo multitudinario, su condición de grande. Con aciertos y desaciertos, se volcó en el club con una devoción sin límites. Y es de justicia reconocérselo. Cuando

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