Magníficos, heroicos, únicos, campeones...

El Zaragoza lleva la Copa en los genes y bien que se le notó. Hizo un partido colosal, siempre a más, seguro de sí mismo, con ese estado de confianza mutua que ha adquirido en las últimas semanas, con un Movilla que creció durante el partido, Villa convertido en enemigo público número uno, Milito en la noche de su gran, dulce y esperada revancha. Con un golazo de Galletti que entra en la historia del club. Con paciencia cuando fue preciso, con urgencia cuando fue lo apropiado. Once a once, diez a once, diez a diez, nueve a diez... siempre magníficos.

Ganó una final gloriosa, uno de esos partidos que nos hacen pedir con desesperación que se cuide más esta competición, la única capaz de producir espectáculos así. Dos aficiones entusiasmadas, un palco regio, dos equipos echando sobre el tapete todo lo que tienen y hasta algo de los que les falta. Un ambiente en el que se mueve bien el Zaragoza, club cuya tradición copera le hace elevarse varios pies sobre su estatura natural. Así ha sido a través de los tiempos, desde que los Magníficos, los primeros, los genuinos, jugaron cuatro finales consecutivas en los sesenta y ganaron dos.

El Madrid se dejó una hoja del trébol en Montjuïc. Esta vez no fue por indolencia ni por confianza. El equipo echó el resto, pero el hueso era duro de roer y al Madrid ya le pesan las piernas. Mucho Zaragoza, mucho partido, muchos toboganes, muchas emociones. El Madrid ha hecho un largo recorrido (sufrió mucho en Leganés, Éibar y Sevilla, sólo le fue fácil el Valencia) para morir en la orilla. Su satisfacción es haberlo intentado y haber puesto todo de sí... menos el ángel de Casillas. Pero no perdió por César tampoco, que ni dio ni quitó nada. Perdió por la inagotable fe del Zaragoza.

Lo más visto

Más noticias