Rugby: una actitud moral ante la vida

Un deporte de gañanes jugado por caballeros. Así se definió desde antiguo el rugby, en contraste con su hermano, el fútbol, al que se reservaba la definición contraria: un deporte de caballeros jugado por gañanes. Cuando ambos, que vienen de una misma raíz, se separaron, fue porque algunos trataban de restarle brutalidad al juego. Rechazaban el placaje y el traslado del balón con las manos. En esa búsqueda dieron con el fútbol. Los partidarios de un juego más duro y áspero se negaron a la nueva corriente y aquella escisión nos dejó como fruto dos bellos deportes, en vez de uno.

El rugby es efectivamente duro. Quizá por eso no se ha endurecido. Quizá por eso ha preservado su noble esencia. Los jugadores de rugby son tan solidarios con el contrario como con el compañero, porque con ellos comparten esfuerzos, dureza, contacto, fatiga, dolor físico. Saben que las reglas permiten acercarse a límites peligrosos y por eso no los traspasan. Las respetan, como respetan al árbitro, como se respetan a sí mismos. El rugby es una actitud moral ante la vida, el último santuario de las virtudes que el deporte pretendía cultivar en el Siglo XIX, y que empiezan a ser sólo recuerdo.

Y eso que ha hecho algunas concesiones. Hoy se juega la final de la Copa del Mundo y a algunos les sorprenderá saber que esta es una competición muy reciente (quinta edición) para un deporte tan largamente centenario. El rugby llegó incluso a abandonar el Movimiento Olímpico en 1924 para no verse contaminado por los vicios competitivos que ya veía crecer en otros. Durante mucho tiempo no quiso entender de clasificaciones ni de puntos. Y mucho menos ser un espectáculo de masas. Y si ha llegado a serlo es justamente porque ha preservado los valores que otros perdieron y que todos añoramos.

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