El perverso tic profesional de los entrenadores

De repente no reconocemos a Denoueix. Este hombre, paradigma de la sensatez y de la eficacia hace pocos meses, lleva unas semanas dando tumbos. Primero se embolicó con el asunto De Pedro, que ha dejado tras de sí una estela de enigmáticos rumores; luego hizo pública su queja de que había jugadores que chivaban las alineaciones, con lo que creó un segundo conventillo; finalmente, se presentó en Turín con Nihat y De Pedro como suplentes, alarde inaudito que la dura realidad castigó con cuatro goles de la Juve. Para cuando corrigió y les sacó, ya era tarde.

Hasta Westerveld se quejó, con toda corrección, como con toda corrección rectificó el día siguiente, desde el buen entendido de que su queja pública no contribuía a mejorar la situación. Ahora la directiva de la Real sale a respaldar a Denoueix, y también es bueno que lo haga, pero el único que puede devolver a Denoueix el prestigio, el respeto y la imagen que se ganó hace pocos meses es el propio Denoueix. Serenándose, bajándose de la moto, recogiendo los papeles y volviendo a ser el que era. Y, sobre todo, poniendo a los mejores. Ese es el único gran secreto.

Algún perverso tic profesional lleva a los entrenadores a desear que su mano se note más de lo preciso. Ese tic se acentúa cuando llega el éxito, porque suelen pensar que no se les reconoce y generan celos, a veces contra el presidente (caso Cruyff-Núñez como el más sonado) o más frecuentemente contra la estrella favorita de la afición (ejemplo: Javi-Sarabia). Y entonces empiezan a decir cosas raras, cometen torpezas en fichajes o en alineaciones y, cuesta abajo en la rodada, acaban por destruir lo que ellos mismos o la casualidad (más veces lo segundo que lo primero) habían construido.

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