Hace cincuenta años llegamos al Everest

Antes de llegar a la Luna, el hombre tuvo que auparse al punto más alto de la tierra: el Everest. Fue hace cincuenta años, por obra y gracia del Imperio Británico, que algunas cosas buenas ha aportado a esta larguísima aventura de la historia. Y al coronel Hunt, que dirigió la expedición. Y a Tenzing Norgay y Edmund Hillary, los dos hombres que remataron la aventura y pisaron la cumbre. El primero nos dejó hace algunos años. El segundo sigue vivo, y feliz. Su récord no podrá ser batido nunca. Nadie ha subido nunca más arriba. Bueno, si acaso a la Luna.

Pero lo de la Luna fue otra cosa. A la luna llegaron Armstrong, Aldrin y Collins sentados, en un habitáculo pequeño e incómodo, pero de temperatura estable. No les quito mérito, conste. Pero Tenzing y Hillary llegaron a la cumbre del Everest a golpe de calcetín, afrontando penalidades que sólo son comparables a la tortura. ¿Qué buscaban allí? Solamente cumplir el viejo mandato de Mummery, el gran apóstol del alpinismo: "Cuando resulta imposible pasar por un sitio, hay que pasar por él. En eso consiste precisamente la cuestión."

Así es. Un día, hace ya bastante, bajamos del árbol (donde algunos deberían haberse quedado, dicho sea de paso) y nos echamos a conquistar el mundo. Eso nos distingue como especie. Y en eso consiste justamente el deporte: desafío, superación, mejora, negación de los propios límites. Y eso lo expresa más que ningún otro deporte el montañismo, pelea sin público en la frontera entre el cielo y la tierra, con riesgo cierto, sin más cosecha en la cumbre que la prisa por bajar. Así llegamos al Everest. Hace cincuenta años. A mí me sigue emocionando.

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