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Hay algo hermoso y triste a la vez en el Mundial que nos está regalando Leo Messi. Como la vida, un fogonazo agridulce, nada más; nada menos. Quiero escribirlo para leerlo cuando no me acuerde de nada.

Los últimos años de Messi han sido poco agradecidos con Leo, la persona. A la exigencia fiera de la competición, algunos fracasos sonados, se le añadía el comienzo del declive físico, que casa mal con nuestra necesidad de seguir presenciando milagros. Le exigíamos, él se exigía, ser cada vez más Messi. Debe ser agotador, aplastante. Para un futbolista que ha hecho de la genialidad un hábito, no valía con jugar casi perfecto: tenía que impactar cada vez más en la retina, crear un relato legendario, ser el salvavidas del hundimiento culé, ser el más argentino, más que Diego, ganar todo él solo en un juego de 11 contra 11. Llegar donde no llegaban sus equipos. Era imposible.

Hasta que llegó su desierto, el viaje de un genio algo distante y desconectado a la madurez definitiva. La dolorosa salida al PSG, una habitación de hotel, el frío, explicar a los niños cada tarde por qué no estaban en casa, aguantar su mirada. Seis goles en la liga. Fuera de la lista del Balón de Oro. Había dejado de ser Messi. Yo lo extrañé, lo negué, casi todos lo hicimos. Calló, esperó, un año después tira el penalti que espanta todos sus penaltis fallados fuerte y a la escuadra. Manda parar el tiempo, simplifica el juego al máximo, pone a correr a unos muchachos locos por matarse por él. Es su último baile. Es emocionante. Zen en el campo, apenas paseando, con clínica frialdad, la mano en el látigo. Guerrero fuera, maradoneando su carácter, delatando bobos.

Leo ha dejado de escribir, ya solo pinta. Es un hombre con una misión crística, un mesías desencadenado, un uomo solo al comando, como Coppi, cabalgando cimas que los demás ni atisban, a punto de llegar a meta. Messi no tiene cuentas que dar ni darse, está consiguiendo ser solo Leo. Es todo a lo que puede aspirar un hombre, a llamarse por su nombre.