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NBA

Todo por cuatro malditos tiros libres

Los Magic perdieron las Finales de 1995 contra los Rockets de Olajuwon. Los fallos de Nick Anderson en el primer partido marcaron para siempre su carrera.

Todo por cuatro malditos tiros libres
Nathaniel S. ButlerDIARIO AS

De los tiros libres que se anotan en los momentos calientes de los partidos calientes, en los trances decisivos de las finales, nadie se acuerda… salvo que se fallen. Muchas remontadas a la heroica se intentan a base de hacer faltas rápidas y llevar al rival a la línea de personal; de intentar ganar tiempo y restar puntos, un que sea lo que Dios quiera que no suele funcionar porque generalmente los equipos que tratan de escapar con la victoria ponen la bola en manos de sus mejores tiradores. Es una cuestión de repetición y entrenamiento, también de sangre fría. Y generalmente, los tiros libres trascendentales se anotan. Pero cuando se fallan… ay.

Cuando se falla o dos, es una herida que muchas veces las aficiones recuerdan siempre cuando el precio que se paga es lo suficientemente alto. ¿Si se fallan más? ¿Cuatro, por ejemplo? ¿Y con la opción de sentenciar un partido de unas Finales? ¿De las primeras Finales de una franquicia con solo seis años de vida? Entonces esos errores se convierten en un fantasma que persigue para siempre al que falló… y a los que lo vieron. Una sombra alargadísima, en este caso, que todavía se extiende por Florida Central, cerca de esos dominios de Disney World que dieron nombre a la franquicia en cuestión: Orlando Magic. Que perdió las primeras Finales que disputó, en 1995, con esos fallos desde la línea de personal que conformaron, además, un what if irresistible. La puerta a universos paralelos que podrían haber creado una NBA completamente diferente. ¿Solo por unos tiros libres fallados? A veces, es así de sencillo. O no.

EL 7 de junio de 1995, unos Magic que habían llegado a la NBA a través de la expansión de 1989 jugaban su primer partido de unas Finales. En su casa, un abarrotado Orlando Arena con 16.010 aficionados que se las prometieron muy felices cuando su equipo amasó ventajas de 20 puntos contra Houston Rockets, el campeón de 1994 que parecía viejo, cansado por el tute que se había pegado por el Oeste, un recorrido improbable que le mandó hacia la comisión con esos Magic que habían sido definidos como el equipo del futuro. El mismo día del partido, sin ir más lejos, por el narrador Bob Costas. Tenían a un Shaquille O’Neal de 23 años que había promediado en la temporada (Segundo Quinteto All NBA) 29,3 puntos, 11,4 rebotes y 2,4 tapones. El base Anfernee (Penny) Hardaway, también con 23, se había metido en el Mejor Quinteto (20,9 puntos, 4,4 rebotes y 7,2 asistencias). Y a esa eléctrica pareja joven (“Shaq y Kobe antes de Shaq y Kobe” dijo después el propio O’Neal) se sumaban Horace Grant, el ala-pivot bulldozer sacado de los Bulls tras la primera retirada de Michael Jordan, el tirador Dennis Scott y Nick Anderson, un alero multiusos que había sido el primer pick de draft en la historia de la franquicia (número 11 en 1989).

Los inmensos Rockets de Hakeem Olajuwon y Clyde Drexler (Olajuwon, sobre todo Olajuwon) habían encontrado su golpe de pedal (siempre lo hacían) pero no parecía haber sido suficiente. Con 110-107 en el marcador, los Magic tenían la bola a falta de menos de un minuto. Nick Anderson falló, pero Grant salvó un rebote de ataque crucial. Después de otro ataque largo, Anderson (otra vez Anderson) cogió otro rechace en ataque y los Magic jugaron a las cuatro esquinas hasta que los Rockets, a falta de 10 segundos y medio para el final, le hicieron falta… a Anderson. El alero falló el primer tiro libre. Se giró con rabia y se dio golpes en el pecho. Pero también falló el segundo. Los dos tan cortos (la tenaza de los nervios) que cogió su propio rebote… y recibió otra personal. Lo celebró con gesto de “ahora sí”… pero falló otra vez los dos tiros libres, esta vez demasiado largos y con gesto de incredulidad, un atisbo de risa nerviosa, entre ambos. Cuatro ocasiones al limbo de mandar el partido a más de una posesión de diferencia sin apenas tiempo en el reloj. El 1-0 en las Finales de 1995, a un pasito minúsculo. Pero Anderson no anotó ni uno y dejó el marcado en un +3 que devoró el séptimo triple (récord de Finales entonces) del ahora comentarista televisivo Kenny Smith. En la prórroga, decidió un palmeo milagroso de Hakeem Olajuwon (cómo no) y el 118-120 definitivo cambió un 1-0 cantado por un 0-1 que acabó siendo muchísimo más que el primer punto de esas Finales.

Los Magic eran un equipo joven e inexperto que vivía del talento y de una ola de optimismo que parecía imparable unos segundos antes de esos tiros libres fatídicos. Habían ganado 57 partidos (57-25) y habían eliminado, para ganar el Este, a Celtics, Bulls y Pacers. En su camino quedó un Michael Jordan que después de probar en el béisbol y enredarse con sus demonios (las apuestas, la muerte de su padre) había regresado poco antes (el 18 de marzo emitió su legendario comunicado: I’m back) con el número 45, no su mítico 23, que vistió durante esos meses. Esa derrota de His Airness sirvió después a Hakeem Olajuwon para recordar que sus Rockets (campeones en 1994 y 1995, un doblete entre los dos threepeats de los Bulls) sí habían ganado a Jordan porque este participó en esos playoffs de 1995. Simplemente, no llegó a las Finales.

La remontada de un rival que parecía incapaz de morir, y esos aguijonazos que supusieron los fallos de Anderson desde el tiro libre, chafaron totalmente la inercia de los Magic. Brian Shaw, base suplente y después entrenador (muy reputado asistente), contaría años después que el clima del pabellón cambió totalmente “entre el tercer y el cuarto tiro libre”: “Todos sabíamos que si lo fallaba también…”. Scott, un especialista en el tiro exterior antes de la llegada en masa de especialistas en el tiro exterior, dijo que ahí murió el “momentum” de su equipo (“fue un golpe mortal a nuestra confianza”). Hasta Shaquille se sintió vulnerable: “Después de ese partido, empecé a preguntarme si realmente éramos tan buenos como se decía”.

En el lado contrario, el viejo campeón afiló los colmillos. “Estaban desmoralizados”, dijo Hakeem mientras Smith, el del triple que forzó la prórroga, vio el segundo anillo muy cerca una vez cosechado ese triunfo: “Todos sabíamos que no íbamos a volver a Orlando, que la Final se iba a acabar en Houston”. Eso significa que no contaban ya con nada que no fuera (se juega en formato 2-3-2) un 0-4 o un 1-4. Acabó siendo un 0-4, una barrida con último intento de los Magic en Houston. En el cuarto partido, mandaron durante todo el primer tiempo pero se llevaron un 66-50 en la segunda parte. Los Rockets repitieron título y su entrenador, el inolvidable Rudy Tomjanovic, lanzó uno de los gritos más recordados de la historia del deporte estadounidense: “Never understimate the heart of a champion”. Nunca subestimes el corazón de un campeón. Sus Rockets, los de Hakeem, habían consumado una de las victorias más increíbles de la historia de la NBA.

¿Y Nick Anderson? Una parte de él se quedó en esa línea de personal. “Después del partido, estaba sentado en el vestuario, sin moverse y sin hablar, sin quitarse la ropa. Un rato después, tuvieron que ser miembros de nuestro staff los que le ayudaron a ir a la ducha”, contó Dennis Scott. Anderson tenía en esas Finales 28 años. Siguió en Orlando hasta 1999 y después jugó en Sacramento y Memphis (temporada 2001-02, la primera de Pau Gasol en la NBA). Se retiró con 34 años, doce como profesional con medias de 14,4 puntos y 5,1 rebotes. En los Magic rondó el 20+6 entre 1992 y 1994. En su carrera, firmó un 66,7% en tiros libres… pero solo un 60% después de las Finales de 1995. En esa temporada 94-95 había superado el 70% pero acabó las Finales con un 30%, un 3/10 en total. De un 70% a un 0/4 en el momento más importante de la historia de su equipo, hasta entonces y tal vez hasta ahora. Una cruz que le siguió acompañando después, ya para siempre.

Muchos han especulado, durante años, con ese partido y esas Finales como punto de inflexión en la NBA de las siguientes temporadas. Si los Magic hubieran sido campeones, ¿se habría marchado Shaquille en 1996 a Los Angeles Lakers? Sin el pívot amarrado, ¿habría sido los Lakers tan agresivos para hacerse con Kobre Bryant en aquel draft de 1996? Con O’Neal en el Este (y sin las lesiones que trituraron a Hardaway, claro), ¿habrían llegado también el segundo threepeat de los Bulls?

Pero Nick Anderson falló, los Rockets ganaron ese partido y los tres siguientes y repitieron título. Se convirtieron en el campeón con el seed (sexto del Oeste en regular season) más bajo de la historia, el primero que, con ese formato, ganaba con todas las series jugadas sin factor cancha; Y el primero que tumbaba a cuatro rivales de más de 50 victorias: Utah Jazz (60), Phoenix Suns (59), San Antonio Spurs (62) y Orlando Magic (57). Los Jazz mandaban 2-1 en primera ronda pero no pudieron sentenciar en su pista (2-3); los Suns ganaban 3-1 y perdieron tres partidos seguidos (3-4), dos de ellos en su cancha. Después de llegar a las Finales en 1993, dos años seguidos perdiendo en el séptimo partido contra los Rockets. Los Spurs, en la última serie del Oeste, se las prometían muy felices porque tenían a David Robinson y Dennis Rodman para frenar a Olajuwon… pero Olajuwon promedió en la eliminatoria 35,3 puntos, 12,5 rebotes, 5 asistencias y 4,2 tapones.

Los Rockets de la carretera, los del nunca subestimes el corazón de un campeón. Los que integraron sobre la marcha a Clyde Drexler, un sueño en la ciudad texana porque el escolta (que llegó desde los Blazers con 32 años) había formado una pareja aclamada con Hakeem Olajuwon en los años heroicos de ambos en la Universidad de Houston, los del Phi Slama Jama. Un equipo que se quedó, entre lesiones y despistes, en solo 47 victorias (47-35) pero remó después en unos playoffs memorables, improbables e inolvidables hasta su segundo anillo, todavía hoy también el último para la franquicia. Una hazaña que necesitó, entre una serie de milagros deportivos, esa maldita serie de Nick Anderson desde el tiro libre, los cuatro fallos seguidos que ningún aficionado ha olvidado todavía, más de un cuarto de siglo después, en Central Florida, junto a las puertas doradas de Disney World.

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