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Tic tac, Draymond Green, tic tac

Sancionado y señalado como nunca antes en su carrera, Draymond Green se enfrenta a una situación de máxima presión en unos Warriors al borde del precipicio.

Tic tac, Draymond Green, tic tac
CHRISTIAN PETERSENAFP

Steve Kerr, lo repitió después de perder (otra vez) en Los Ángeles (once derrotas seguidas en una ciudad donde hace no tanto, como en todas, sembraban el terror), dice que está convencido de que los Warriors van a dar la vuelta a su penosa situación: 12 derrotas en 16 partidos y su lustroso 6-2 de inicio de curso (promesa de año nuevo, vida nueva tras una difícil temporada 2022-23) convertido en un 10-14 que no vale ni un puesto de play in en el Oeste. Eso es significativo, porque los Warriors pagan más de 200 millones en salarios y más de 200 en impuesto de lujo, un récord absoluto. Una plantilla de más de 400 kilos, con casi 175 comprometidos en sueldos para la próxima y más de 115 para la 2025-26 (glups), debería cundir más. Para pelear, desde luego, por el play in no hace falta tanto.

Pero es el negocio, claro: Joe Lacob y su grupo compraron los Warriors por 450 millones en 2010. La franquicia vale más de 7.000 millones ahora, trasladada a San Francisco (muy cerca de Oakland pero muy lejos de la gente de Oakland) y convertida en la locomotora de esta burbuja de la NBA que tiene el valor medio de los equipos ya por encima de los 3.000 millones con subidas de más del 30% al año. Los bancos, los grandes grupos de inversión, las fortunas de nuevo cuño y el universo del juego y las apuestas (con su alargada y oscurísima sombra) se pelean por su trozo de la tarta.

Tic tac, Draymond Green, tic tac

Los Warriors demostraron que una franquicia NBA puede generar dinero las 24 horas de los siete días de la semana, convertir un equipo en mucho más que un equipo, las victorias en el inicio del negocio y el negocio en el trampolín para lograr más victorias. Hasta tal punto que el nuevo convenio colectivo hace un esfuerzo nada disimulado en quitarles buena parte de las ventajas que, eso es innegable, les ha dado su forma de hacer (bien, según su plan) las cosas. Un círculo virtuoso (invertir más para ganar todavía más y ganar para poder invertir cada vez más) que ha llevado a gastar más de 500 millones en seis años (récord histórico) en impuesto de lujo... y a ingresar dólares a un ritmo nunca visto. Y que necesitaba mantener el núcleo duro de la dinastía de oro, por mucho que ahora parezca en realidad un equipo en ocaso. Hacía falta volver a intentarlo, por si salía bien. Porque hay que ganar, claro. Así que hacía falta mantener a los Stephen Curry, Klay Thompson, Steve Kerr, Draymond Green y compañía. Por las victorias, por el negocio… y finalmente también por el corazón, aunque sea un corazón transformado, hipercapitalista: no hay hoja de ruta, un manual de instrucciones sobre cómo dejar atrás un proyecto legendario. Y la dificultad es mayor cuánto más grande ha sido lo conseguido. Y lo conseguido, en este caso, es monstruoso. Seguramente, hasta cotas no alcanzadas nunca por ninguna otra franquicia.

Para eso, para salir adelante, hace falta una mezcla perfecta de tiento, visión, dirección y suerte. Y ni estos Warriors, los que se proclamaron light years away (a años luz de los demás) han podido montar un proyecto sobre otro, convertirse en el imperio de los mil años. O un poco sí, que hace menos de año y medio estaban celebrando un anillo en el Garden de Boston. Y ahí sí, entre chorretones de champán, parecía que el sol no se iba a poner nunca. Pero el sol siempre se pone: los Warriors la pifiaron con aquel número 2 del draft que fue para James Wiseman, se liaron con su proyecto de los dos timelines y se han acabado enredando en una narcótica mezcla de nostalgia, lealtad y fe en los que siempre han estado ahí: cuando les has visto ganar tanto y de tantas maneras, siempre crees que van a volver a hacerlo. Incluso cuando ninguna señal apunta en esa dirección. ¿Incluso ahora? Eso (vuelvo al principio) parece decir Steve Kerr, pero su lenguaje corporal le traiciona y sus rotaciones empiezan a cambiar entre el clamor de los aficionados y la catarata de evidencias en formato analytics. Andrew Wiggins se difumina y sale del quinteto titular, Klay Thompson no está en un final apretado en el que hace falta un triple (sucedió, quién lo iba a imaginar, en Oklahoma City); y ganan peso (aunque a regañadientes para Kerr) Kuminga, Moody, Podziemski… los que, en fin, no tienen un techo que apunte al infinito pero al menos compiten. Con energía y piernas jóvenes. Frescas.

Del final de Klay a la implosión de Draymond Green

Klay Thompson, por mucho que duela en esa Bahía que llegó a personificar con su distendida actitud vital (el zest californiano), ha jugado a un nivel ya-no-imposiblemente bajo después de jurar que esta vez todo sería distinto en los rescoldos de sus malos playoffs 2023. Tiene 33 años. Stephen Curry (35) ha sostenido su inacabable prime, esa excelencia generacional por la que pincha tanto que todo lo demás no acompañe. Pero hasta él, incluso él con su profundo sentido de la química, ha empezado a enseñar jirones de ira, malas caras y gestos de impotencia. Y, para colmo, algunos últimos cuartos a años luz de su archiconocida pulsión criminal. Peor: Andrew Wiggins, sin cuya reinvención como secundario de lujo no habría sido alcanzable ese título de 2022, airea un estado de forma lastimoso… con solo 28 años, sin la coartada de otros.

Wiggins firmó hace trece meses una extensión de cuatro años y 109 millones de dólares. Ahora mismo y si las cosas no cambian, un contrato peligrosísimo. Klay Thompson se quedó sin extensión este verano y parece obvio que eso está metido en su cabeza. Rechazó, por lo que se sabe, dos años a cambio de unos 48 millones, algo que ahora mismo parece un regalo para un jugador que se mueve (si se aparca el pasado) muy lejos de un nivel acorde a esas cifras. Kevon Looney ya no es una máquina de firmar ratings positivos en pista, el experimento Chris Paul no ha llegado en buen momento (no parecía posible: tiene 38 años) y Draymond Green firmó en verano, a pesar de muchos pesares, una extensión de cuatro años y 100 millones de dólares.

Y sí, por fin: ya hemos llegado a Draymond Green.

Los Warriors han jugado 24 partidos. Solo han ganado dos en las noches de expulsión o sanción del ala-pívot, que tiene 33 años pero sigue siendo esencial en lo que son los Warriors, en cómo juegan. Está tan profundamente enraizado en la columna vertebral de la dinastía que nadie ha tenido nunca ganas de enfrentarse a él y ponerle el cascabel a alguno de los muchos gatos que ha acumulado en su alcoba un jugador que se está convirtiendo, y a toda velocidad, en una parodia de sí mismo. El reverso que algunos querían pintar en los buenos tiempos, materializado en cuanto han asomado los malos. Solo en esta temporada Green lleva tres expulsiones y dos suspensiones, la de cinco partidos por hacer una llave de WWE a Rudy Gobert y otra, la que cumple ahora sin fecha de regreso, por un golpe sin sentido a Jusuf Nurkic. Si se suman los últimos 14 meses, desde que los Warriors fueron campeones en Boston en unas Finales 2022 a las que él llegó tarde -tardó más de media serie en entrar en calor y aportar en algo parecido a su nivel-, ha recibido 26 técnicas, 6 expulsiones y tres suspensiones; ha perdido más de 1,2 millones de dólares en multas…

Y todo a pesar de que la NBA y su equipo decidieron mirar para otro lado cuando le plantó el puñetazo a Jordan Poole. El escolta acabó traspasado, Green se llevó un contrato de 100 millones sin ningún castigo exagerado (todo lo contrario) y los Warriors confiaron en que el fin pudiera volver a justificar los medios, en que la química del vestuario (dañada por ese incidente, reconocieron varios jugadores a toro pasado) y la sacrosanta presencia de Stephen Curry permitieran una nueva galopada. No llegó: los Warriors entregaron su trono en segunda ronda del Oeste, contra los Lakers. Y hace meses, saltando a la temporada pasada, que parecen un equipo cansado, avejentado, asomado a un ocaso que ni para ellos puede ser inevitable.

Se pueden repasar incidentes en formato highlights: dedos en el ojo de rivales, declaraciones fuera de lugar, la patada a Steven Adams en la final del Oeste 2016 y la suspensión en las siguientes Finales contra los Cavaliers, un pisotón a Sabonis en los pasados playoffs, lo de Poole, ahora lo de Gobert y Nurkic… El caso es que hay un patrón: Green era tan necesario, tan insustituible en la pista, que nadie hizo nunca nada. La NBA lo consideró una parte no pocas veces molesta del lote doradísimo que estos Warriors fueron para la liga. Y su franquicia decidió hace mucho, desde que primero reclutó a Kevin Durant y después fue uno de los principales responsables de su salida, que o no iba a cambiar o ni siquiera era conveniente intentar que lo hiciera. Durante años se llevaron al competidor extremo, un ganador fiero que ha sido mil veces el ancla del equipo, guía emocional y uno de los mejores defensores de toda la historia. El producto de Ron Adams, el gurú que entendió las virtudes de un jugador que apenas raspa los dos metros pero que tiene un instinto y una inteligencia táctica en pista fuera de lo común. En ataque, Green nunca estabilizó su tiro exterior (más mal que bien en el cómputo global de su carrera) pero ha sido un conector fundamental, un pasador privilegiado que descomponía casi todos los planes de los rivales para encerrar a Stephen Curry. Con un instinto pluscuamperfecto en el roll corto tras los bloqueos, exprimía todas las ventajas que generaba la transformación en supernova de un Curry que también ha tenido siempre claro (todos han jugado al mismo juego) que todo lo que sucediera, tenía que suceder con Green como parte del invento. Si no, no habría llegado la última renovación (sin ir más atrás).

El castigo, la salud y la relaciones públicas

Así que nadie ha querido tocar nada porque, sencillamente, la cosa iba bien, los títulos se amontonaban en la estantería y el dinero se caía de los bolsillos. Ha sido ahora, cuando la dinastía parece haber quemado su última vida y Green ha decidido inmolarse a golpe de pérdidas de papeles, cuando todos han sentido la necesidad de intervenir. La sanción ha incluido un esfuerzo común (NBA, Warriors y Klutch, la todopoderosa agencia de Green) en el nivel relaciones públicas. Se quita el foco del castigo y se lleva el debate a la salud mental, algo que ya sucedió con Ja Morant. Entonces, la cosa acabó pareciendo más una ópera bufa que dejó en mal lugar a todos los implicados. ¿Ahora? Veremos. Steve Kerr ha hablado de la necesidad de que desaparezca el Green que agredió a Gobert y Nurkic; y él le contó a Ramona Shelburne que no sabe muy bien qué pasa: “En esos momentos pierdo la noción de la realidad, no sé ni cuánto tiempo pasa”. Curry ha dejado claro que Green tiene que estar en pista y que su equipo no puede permitirse más ausencias por mal comportamiento. Y los agredidos, Gobert y Nurkic, han pasado de la burla a la empatía. También Durant, cuyas palabras en todo lo que tenga que ver con Green son, obviamente, relevantes: “No había visto nunca nada así en una cancha de baloncesto, espero que reciba la ayuda que necesita. Va de incidente en incidente”.

Mike Dunleavy, el exjugador que ahora es general manager de los Warriors, ha tenido que recalcar que están “al cien por cien” con Green porque algunas voces ya flirteaban con un traspaso que sirviera para quitarse el problema de encima. Antes, ese lugar clave en los despachos lo ocupaba Bob Myers, el arquitecto de la dinastía que se marchó el pasado verano y que ha dejado claro en cuanto ha podido que no se arrepiente de hacerlo. Se fue con un máster en apagar los incendios de un Green que ha ido perdiendo figuras referenciales en unos Warriors que son muy parecidos a lo que siempre fueron… pero no iguales: Myers, Andre Iguodala (ahora director ejecutivo del sindicato de jugadores y también a favor de la sanción sine die), Shaun Livingston… La relación con Kerr siempre se ha mecido en un complicado columpio, así que seguramente son Klay y sobre todo Curry los últimos que pueden pedir de verdad cuentas a Green. Y Klay está a sus cosas, enredado con sus propios problemas.

¿Curry? Veremos, pero ya sabemos que también se sentó a charlar con él después de lo de Gobert para saber “cómo” y “por qué” había pasado. Unas pocas semanas después, la cosa solo ha empeorado. Así que los Warriors venden una ruta de reinserción que no deja de ser peligrosa: Green ha sido cualquier cosa menos un líder desde que firmó su última extensión y su regreso sería una gran noticia pero también una invitación a la taquicardia. Como llevar una bomba en la mochila. ¿Qué movimiento hará que explote? ¿En qué momento, tal vez en plenos playoffs, se quitará de en medio otra vez? En cuanto vuelva, será imposible saberlo. Porque en todo lo que se está escuchando y leyendo hay un denominador común: pocos creen que Draymond Green vaya a cambiar a estas alturas. Si se suma que sus métricas en pista son las peores de su carrera y su incidencia defensiva cerca del aro ha caído en picado (donde más se nota el físico), el asunto queda más en un ruego, una última súplica al destino, que en un argumento fundado para el optimismo. Pero quién sabe, que ahí sigue Stephen Curry.

A base de ganar y ganar, Green consiguió que la NBA mirara para otro lado un puñado de veces y que los Warriors perdieran más tiempo que él mismo en justificarle en público. Ahora, cuando se apilan las derrotas y los kilómetros en las piernas, puede descubrir que ya no es irremplazable y que quizá hagan cola en su puerta los que crean que es el momento de que pague los cheques que ha ido firmando de forma despreocupada, porque es Draymond Green. Desde los altos despachos de la NBA, Joe Dumars también ha optado por un discurso empático pero (a su manera, más o menos) severo. Él fue miembro de aquellos míticos Bad Boys de Detroit Pistons con los que se crio Green, nacido en Michigan. Y se ha pasado unos cuantos ratos charlando con un jugador que ahora mismo parece incapaz de controlarse.

Mientras la NBA tiende la mano pero deja claro que las oportunidades se han agotado (la notificación de cada suspensión insiste en el pecado de la reincidencia), la prensa de San Francisco mete en el ajo (seguramente no de forma inocente) la negociación de los nuevos contratos de televisión y el nulo deseo de la Liga de tener por las pistas a un Green en formato tren descarrilado. Cuestión de imagen. Y la imagen es dinero. Y el dinero de la NBA, se lo dijo Dumars muy claro al propio jugador, es su dinero.

Ese dinero se va escapando, aunque Green no tendrá problemas para llegar a fin de mes: por cada partido que se pierde, dice adiós a una cantidad que será de casi 154.000 dólares si regresa en menos de veinte partidos y de unos 203.000 si la sanción va más allá. Los Warriors, al menos, se ahorran en torno al medio millón (a descontar de su descomunal factura de impuesto de lujo) por noche sin él. Pero este equipo no se hizo para ahorrar ni para mirar las cuentas. Se hizo para ganar, mantener la dinastía viva y en marcha el negocio. Hasta ahora, gastando lo que hubiera que gastar y aguantando lo que tocara aguantar de quienes eran imposibles de sustituir. La diferencia, ahora, es que ya solo Stephen Curry parece seguro en esa lista mientras un equipo de más de 400 millones se cae hasta del play in y uno de sus referentes se convierte en un apestado sin autocontrol. No parece que vengan buenos tiempos en la Bahía, pero desde luego sí interesantes. Muy interesantes.

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