No hay nadie como Taurasi
La legendaria escolta californiana ganó en París su sexto oro, algo que nadie más había conseguido en la historia del baloncesto olímpico.
Cuando a Diana Taurasi (42 años, californiana de sangre argentina) le recordaron, después de la angustiosa final contra Francia, que acababa de superar los cinco oros olímpicos de Sue Bird, se le puso una sonrisa que no le cabía en la cara: “Sí, claro, es lo único por lo que había venido aquí”. Taurasi ganó en París 2024 su sexto oro, y ya tiene más que Bird y que cualquier jugador de la historia. Teresa Edwards ganó cuatro oros y cinco medallas totales. Y con cuatro oros quedan Lisa Leslie, Tamika Catchings, Sylvia Fowles y, desde París el único hombre que lo ha logrado, Kevin Durant.
El desempate obliga a recordar la celebración del oro de Tokio, el quinto para dos compañeras inseparables, una pareja que ha definido tanto como cualquier otra (hombres o mujeres) la grandeza del baloncesto estadounidense en el siglo XXI. Taurasi miró a la cámara y dijo, con mirada entre desafiante y pícara, “nos vemos en París”. Ahí quedó claro que Sue Bird, el lenguaje corporal fue obvio, no se planteaba algo así ni en broma. Pero Taurasi… sí.
El reto del sexto oro era demasiado sugerente para que se pudiera apartar del horizonte de una ganadora como no ha habido otra en toda la historia del baloncesto femenino, una leyenda que en París compartió con Rudy Fernández el honor de ser los primeros con seis Juegos a las espaldas en su deporte. Para ella, además, la cuenta es fácil: un oro por cada participación, desde 2004 a 2024, su última parada olímpica. Solo ha jugado once minutos de media y no pisó la pista en la final porque Francia no dio margen para el homenaje en ningún momento: se jugó con el cuchillo entre los dientes hasta, literalmente, el último tiro. Solo ha anotado cinco puntos totales y a partir de cuartos de final, contra Nigeria, salió del quinteto titular para dejar su sitio a Jackie Young, dieciséis años más joven. Ley de vida. Pero estuvo allí, se volvió a poner esa camiseta del Team USA que seguirá ganando pero al que costará acostumbrarse a ver sin ella. Seguramente, la más grande de siempre.
California, UConn, Phoenix, Rusia...
Californiana del área de San Bernardino, el origen de su familia está en Rosario y siempre fue obvio que había ADN argentino en una jugadora rabiosamente competitiva, provocadora, ruidosa, con un imán para acaparar focos en los momentos calientes. Por eso el propio Kobe Bryant (la Mamba Negra) le dio el apodo de Mamba Blanca, el animal que personificó en la segunda venida de Space Jam, la versión de LeBron James. Una estrella entre estrellas, básicamente lo que siempre ha sido, del instituto en Chino a la gloria universitaria con UConn y de ahí a Phoenix Mercury, su único equipo en la WNBA, y Europa: Dinamo de Moscú, Spartak de Moscú, Fenerbahçe, Galatasaray y Ekaterimburgo.
Su currículum requería un artículo por sí solo, así que mejor destacar solo lo principal: tres títulos de la NCAA (con dos premios de Mejor Jugadora del torneo final) con UConn; Tres veces campeona de la WNBA, donde ha sido MVP de regular season y Finales; Once veces all star, dice en el Mejor Quinteto, cuatro en el Segundo Mejor, máxima anotadora de la historia de la competición desde 2017… Y seis veces campeona de la Euroliga, con su particular reguero de MVPs también en el Viejo Continente.
Cuando perdió en la Final Four de su primer año universitario con UConn, juró que no volverían a caer mientras ella llevara la camiseta de las Huskies. Ganaron los tres títulos siguientes y su entrenador, el mítico Geno Auriemma (que luego la dirigió en el Team USA), explicó así la creación de una dinastía: “Nosotros tenemos a Taurasi y los demás, no”. Heroína en el estado de Connecticut, donde su figura (como la de su íntima Sue Bird) va más allá del deporte, saltó en 2004 a la WNBA, como número 1 (cantado) del draft y después de, sin haber debutado como profesional, su estreno olímpico en Atenas. El seleccionador por entonces, Van Chancellor, le dijo que lo único que necesitaba de ella es que fuera una rookie en un equipo lleno de estrellas. “Muy bien, eso puede hacerlo”, contestó para poner en marcha una historia única en el deporte mundial: dos décadas, seis oros olímpicos. También tiene, por cierto, tres oros y un bronce en Mundiales.
Escolta de talento supremo, con el Team USA ha pasado por todos los roles: la novata que intentaba aprender el oficio, la líder anotadora, la pasadora experta y, finalmente, la veterana modélica que guía a las siguientes generaciones y asume con naturalidad su salida del quinteto y, finalmente, de la rotación de la mejor selección de la historia, el único equipo que ha ganado ocho oros olímpicos seguidos (seis con ella): la selección femenina de baloncesto de Estados Unidos.
Casada con la australiana Penny Tayor, la que fuera su compañera en las Mercury, su carrera es uno de los trayectos más extraordinarios de la historia del baloncesto: talento, devoción y personalidad. Su figura es, desde luego, esencial para entender el desarrollo (y los dolores de crecimiento) del baloncesto profesional femenino. Por su lucha, por ejemplo, en 2012 contra unas normas de vestimenta de la Euroliga que ella y muchas otras consideraron sexistas (“el que quiera ver más carne, que lea Playboy”) y por la manera en la que visibilizó la difícil vida de estrellas universitarias que pasaban a no ser nadie, al menos para el gran público, en cuanto saltaban a la WNBA. Y que tenían que jugar todo el año, sin descanso. En Estados Unidos para estar cerca de casa, en su competición; En el extranjero para llenar la cartera. En 2015 renunció a jugar la temporada WNBA porque le compensaba más el dinero que el Ekaterimburgo le daba por, sencillamente, descansar. Por entonces, el salario máximo en Estados Unidos no pasaba de 107.000 dólares. En Rusia, entre sueldo y primas, superaba ampliamente el millón y vivía, además, con lujos de súper estrella.
Esa era la Taurasi que contaba en Estados Unidos que su carrera era el mundo al revés, lo contrario a lo que le habían enseñado en la escuela: “Me tengo que ir a países comunistas para ganar un buen sueldo capitalista”. La que dijo que había bebido en Rusia “Vodka como para abastecer a una ciudad entera”: “Aquí se bebe cuando ganas, se bebe cuando pierdes…”. La que también jugó en Rusia con su inseparable Sue Bird, juntas en un Spartak de Moscú (2006-10) en el que recibían tratamiento de megaestrellas, con todos los lujos imaginables, de manos del mandamás Shabtai Kalmanovich, un antiguo espía del KGB que acabó siendo asesinado en 2009. Taurasi, agradecida a quien solo le había mostrado su cara buena y le había ayudado a asegurar el futuro económico de los suyos, algo que la WNBA todavía era incapaz de hacer, acabó la temporada en el equipo a pesar de que la viuda de Kalmanovich le dijo que, sin él, no podría seguir recibiendo su sueldo.
Taurasi ha sido una de las históricas que ha enlazado esos años muy duros con la actual bonanza, el despegue de una WNBA con mucho por hacer… pero en el buen camino, al menos. Su carrera es historia del baloncesto y su estilo, un imán del que siempre fue imposible apartar la vista: puro talento de playground. Una killer de movimientos envenenados que pasó de joven rebelde a estrella con galones y de ahí a esta última etapa de su trayectoria; La de una veterana ilustre, ilustrísima, que ha escrito la página más grande de la historia del baloncesto olímpico, lo nunca visto: seis Juegos disputados, seis oros olímpicos. Seguramente, irrepetible.
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