NewslettersRegístrateAPP
españaESPAÑAchileCHILEcolombiaCOLOMBIAusaUSAméxicoMÉXICOusa latinoUSA LATINOaméricaAMÉRICA

PHILADELPHIA 76ERS

Matemáticas y Broadway: Daryl Morey, el ingeniero loco que ha revolucionado la NBA

Daryl Morey salió de los Rockets tras rozar, siempre a golpe de matemáticas, el anillo que ahora busca en unos Sixers en los que se reúne con su jugador fetiche, James Harden.

Matemáticas y Broadway: Daryl Morey, el ingeniero loco que ha revolucionado la NBA

Es una ironía que seguramente define el caos ultimo que reina en el mundo del deporte, la razón por la que grandes hombres de otros ámbitos del mundo de los negocios, de éxito incuestionable, se han estrellado cuando han querido triunfar ahí, al pie de las pistas y los campos, donde los focos son deslumbrantes. Es casi un sarcasmo, pero el gran imperio de las matemáticas cayó por una anomalía numérica. En el séptimo de la final del Oeste de 2018, Houston Rockets, el equipo que había revolucionado el valor del punto por posesión y había implementado un rígido sistema de percusión exterior, falló en su pista 27 triples seguidos durante una segunda parte en la que se le escapó el billete para las Finales 2018, donde esperaban unos Cavaliers de muy poca monta. Por eso, ese tremendo séptimo partido se consideró casi una Super Bowl, un cara a cara por un anillo que después sería un trámite. Ganaron los Warriors, que ventilaron (4-0) a los peores Cavs de la segunda era de un LeBron que ya había las maletas para irse a Hollywood.

Hubo más, claro: fue la eliminatoria en la que los Rockets se pusieron 3-2 en el quinto partido, el del fatídico último minuto en el que Chris Paul sufrió la lesión muscular que le dejó sin jugar el sexto y el séptimo. Un golpe mortal para un equipo que había ganado 65 y construido una defensa de ajustes constantes para contrarrestar el endemoniado poder de los Warriors de Kevin Durant y Stephen Curry, tal vez el mejor equipo de la historia. Nadie estuvo tan cerca de ellos (hasta las lesiones de las Finales de 2019) como esos Rockets, que un año después cayeron con mucha menos épica, esta vez con Kevin Durant lesionado, también en su pista pero una ronda antes (semifinales) y un partido antes (en el sexto).

Es legítimo pensar que el proyecto murió en 2018, y que durante los dos años siguientes vimos intentos de mantener vivo al zombie, casi vudú hahitiano camuflado de analytics. Eso incluye la costosa operación para llevarse a Russell Westbrook (Chris Paul, dos primeras rondas, el derecho a intercambiar otras dos para OKC) y el fichaje después de Robert Covington a costa del último pívot del equipo, Clint Capela, orquestado para (literalmente) “optimizar a Westbrook”. Lo dijo Mike D’Antoni, que se fue después de que, sin respuestas, sus Rockets perdieran cuatro partidos seguidos y fueran arrollados por los Lakers en las semifinales de la burbuja. Un mes después, también se marchó el general manager Daryl Morey. Y con él se acabó una época.

Una de incuestionable ambición: durante los más de trece años de Morey (2007-2020) los Rockets han ganado una media de 50 partidos por temporada, en total 640, solo por detrás de San Antonio Spurs (701). Y tuvieron la mejor racha de temporadas consecutivas en playoffs: ocho. Morey escapó de cualquier amago de tanking, pensó siempre a lo grande y buscó carreteras donde no parecía haberlas. Le debemos, como mínimo, que fue el único que fue a por la yugular de los Warriors cuando, después de la temporada 2016-17 (y el 16-1 en playoffs), muchos optaron por pensar en un futuro mejor. Él fue a por Chris Paul y lanzó un órdago que casi le sale bien: “Cualquier equipo con un simple 5% de ser campeón tiene que aferrarse a esas opciones e ir a por todas”. Eso hizo también después, ya en un órdago que sonó más bien a sálvese quién pueda: la extraña pareja James Harden-Russell Westbrook y el ultra small ball, el equipo sin pívots ni alternativas a un único plan de juego, uno que aplastaron los Lakers. Su candidatura era, en todo caso artificial: 12-10 en Regular Season y 5-7 en playoffs desde el traspaso de Capela.

Morey convirtió a James Harden, al que sacó de OKC en 2012, no solo en eje de su proyecto y un aspirante perpetuo al MVP, sino también una especie de avatar de su visión, una extensión en pista de su revolución analítica, el planteamiento por el que ha sido crucificado por muchos, una invasión nerd que ha hecho a los equipos más eficientes (no hay duda) pero, y es legítimo el debate, seguramente menos interesantes: el Moreyball tuvo siempre a los Rockets en juego en el gran escenario, y eso es mucho. Pero finalmente no llegó ni una Final para una franquicia que lleva un cuarto de siglo (desde el doblete con Hakeem Olajuwon: 1994 y 1995) sin pisar una. Morey, cosas, se fue de los Rockets casi a la vez que Billy Beane de los Athletics (MLB), el gran padre del cambio analítico y el filósofo del Moneyball. Tiempos de cambio para las estadística avanzada, o al menos para sus padres fundadores.

Y tiempos duros para los Rockets:segundo año en las cloacas con una mano derecha de Morey en los despachos: Rafael Stone. Del Moreyball han salido, tentáculos por toda la NBA, del cacareado proceso de Sam Hinkie en los Sixers a Gersson Rosas, que fue por un breve tiempo encargado de revivir a los Timberwolves y Monte McNair, que sufre al frente de otra franquicia peliaguda, Sacramento Kings. El equipo acabó pasado de años, cargadísimo en la cuentas, sin casi flexibilidad y con una plantilla sin pívots y pensada solo para jugar de una manera y con unos gestores determinados: Morey y D’Antoni. El ocaso se llevó por delante a Russell Westbrook... y a James Harden, que seguramente ya estaba fuera cuando penó sin alma en los playoffs de la burbuja, un final horrible para una temporada que había comenzado torcida, con el tuit de Morey sobre Hong Kong que abrió una cruenta guerra entre China (socio preferente) y la NBA, con un coste económico muy alto (cientos de millones, dijo Silver) para la Liga… y para los Rockets, la niña bonita en El Dorado asiático gracias al legado de Yao Ming.

A Morey lo había puesto en Houston Les Alexander, un propietario que quería estrellas y títulos pero que en 2017 entregó la franquicia a Tilman Fertitta. Después de un estreno casi soñado (el título que se rondó en 2018…) todo lo que se ha sabido de Fertitta es que le ha costado rascarse el bolsillo, que huye del impuesto de lujo, forzó el traspaso de Chris Paul por Westbrook, no quiso renovar a secundarios importantes como Trevor Ariza… y pasó por una delicada situación económica debido a la pandemia y a que su gran fuente de ingresos está en hoteles, restaurantes y casinos. Ya cuando compró los Rockets, adelantándose a un grupo del que formaba parte Beyonce (natural de Houston), tuvo que pedir un préstamo al propio Alexander y vender bonos a destajo para cuadrar las cuentas de una operación que acabó por encima de los 2.000 millones. Un propietario que no inspira confianza en un momento crítico de cambio, con una plantilla destinada a caer en picado y sin el que, para bien y para mal, había sido el gran rostro de los Rockets durante trece años, se podría decir que por encima incluso del huidizo James Harden: Daryl Morey, el padre del Moreyball.

El ascenso de un obseso de las matemáticas

La NBA introdujo la línea de tres puntos en la temporada 1979-80. Cada equipo lanzó en esa campaña una media de 90,6 tiros por partido. De ellos, solo 2,8 eran triples. En la última temporada de Morey en Houston la media superó los 34, de los 28 de Indiana Pacers a los 45,3 de los Rockets, que tiraron cuatro más por noche que el segundo, unos Mavericks que gracias a eso amasaron el mejor rating ofensivo de la historia. Los Rockets llevaban, además, tres temporadas seguidas lanzando más de tres que de dos.

La cifra se sigue disparando. En 2016 la liga se acercaba a los playoffs a ritmo de 23,8 triples lanzados por equipo. Un año antes la marca estaba en 22,4. Había subido 1,4. En los cuatro años siguientes el ascenso fue de 10,2. Hasta los Lakers, un campeón muy de vieja escuela y sin grandes especialistas, tuvo que exprimirse desde la línea de tres: en las Finales contra los Heat, los de Frank Vogel batieron el récord de triples anotados a seis partidos en la lucha por el título (era de los Warriors, en 2015) y tiraron en total solo seis menos que la cifra más alta de siempre, de los Warriors de 2016… en siete partidos.

Desde luego, con sus defensores y sus detractores, es un nuevo baloncesto. El de la generación de espacios a partir de la amenaza exterior y el movimiento de balón para aprovecharla. Una inevitable nueva era sobre la que suele refunfuñar Gregg Popovich y que ha tenido en Daryl Morey, el ex general manager de Houston Rockets que ahora dirige los designios de los Sixers, a su principal profeta y evangelista. Los Rockets y el Moreyball, un juego de palabras con el apellido de su arquitecto y el Money Ball de Billy Beane y el sistema estadístico que cambió para siempre el béisbol… y todo el deporte estadounidense. Desde que apareció el tiro de tres era obvio que valía más que el de dos. Pero primero no había suficientes especialistas ni esquemas para industrializarlo. Después se consideraba que los equipos que vivían del triple podían ganar muchos partidos pero eran muy vulnerables en playoffs. Y finalmente llegó Morey y, con él, un cambio que seguramente habría sobrevenido en cualquier caso. Pero que tal y como se ha producido (nueve años seguidos con récord de triples en la Liga), es imposible de entender sin este ejecutivo nacido en 1972, criado en Wisconsin y obsesionado desde niño con poner los números en cúspide de la dirección de una franquicia profesional.

Ya en la temporada 2014-15, los Rockets lanzaban solo el 6,2% de sus tiros desde la media distancia y llegaron a 2.680 triples totales. El valor de una posesión en la NBA estaba en 1,04 puntos. James Harden, a base de ir de forma masiva a la línea de tiros libres con un 86,8% de acierto, navegaba en 1,74. En aquella temporada el nuevo estilo, con los Warriors y los texanos (se enfrentarían en la final del Oeste) a la cabeza, era un hecho: se trataba de tirar mucho de tres pero también de generar el suficiente movimiento y los espacios para poder hacerlo con buenos porcentajes y sentido. El 84% de los triples que se lanzaban eran tras asistencia. Desde las esquinas, una jugada que se ha convertido en la niña mimada de la nueva métrica, el dato se disparaba a un 96%.

Aquellos Rockets ya estaban perfeccionando lo que acabó siendo (con la temporada 2017-18 como mejor exponente) uno de los ataques más eficientes de la historia de la NBA: no se trataba tanto de encontrar buenos tiros como de evitar los malos. Y los malos eran los de media distancia, el lanzamiento largo de dos. Matemáticas: un jugador con un 33% en triples (una cifra buena pero no estratosférica) ya sacaba más partido a sus posesiones que con un 50% en la pintura. Tomando como referencia aquella misma temporada, esta es una aproximación al estado del valor de los lanzamientos:

-A un metro o menos del aro se anota en un 62,8% y el valor de cada tiro es de 1,25

-Entre un metro y tres: 48,3% y 1,25

-Entre 3 y 5: 40,3% y 0,80

-Entre 5 y la línea de tres: 39,4% y 0,78

-De tres: 35% y 1,05

Morey renegó de los tiros de baja eficiencia y apostó por ir a la línea de tiros libres y al triple o por meterse debajo del aro. Esa, en esencia, ha sido la base de su revolucionaria visión del baloncesto.

Morey y una nueva visión del deporte

Morey llegó a los Rockets como general manager en 2007. Y lo hizo con cartel de niño prodigio de las estadísticas en los Celtics cuando el dueño de los Rockets, Leslie Alexander, buscaba un perfil con el que sacar lo máximo de cada dólar que estaba invirtiendo en sus plantillas. En diez años de trece totales, metió a los Rockets en playoffs y nunca estuvo por debajo del 50% de victorias. En 2016 tuvo el agua al cuello: el equipo cayó de la final del Oeste a primera ronda después de un 41-41 (15 victorias menos que un año antes) que reflejaba la implosión del proyecto James Harden-Dwight Howard. Morey nunca ha ocultado que en el mundo del baloncesto muchos le considerarán siempre un extraño, alguien que no creció en las canchas y que quiere acabar con la esencia del juego: “Mis críticos se callan cuando va bien y cargan con todo en cuanto me va mal”.

Morey, Morey, Morey. Su nombre ha estado en todas partes durante los últimos años. Activo y frontal en redes sociales, respetado entre sus colegas de profesión y con pulso para tomar decisiones radicales y ambiciosas, creció pensando que los números y no las emociones deberían regir los equipos y se empeñó en demostrarlo. Envió cartas a decenas de franquicias vendiendo su idea y cuando no obtuvo ninguna respuesta se propuso ser rico para tener su propio equipo. Un simple chico del medio oeste sin contactos ni riqueza familiar como respaldo, se embarcó en estudios de la rama empresarial como teórico camino hacia el dinero. Ellen, entonces su novia y ahora su esposa, cuenta que cada lunes hacía una lista con sus objetivos vitales y que en todas y cada una aparecía el target definitivo: ser dueño de una franquicia profesional.

El dinero a espuertas nunca llegó, pero sí un golpe de suerte que cambió su vida: la consultoría en la que bregaba en pleno fin de la burbuja de internet pasó a trabajar para el grupo empresarial que trataba de comprar los Red Sox y que acabó virando hacia otro histórico de Boston: los Celtics. Los nuevos propietarios le dieron voz en una toma de decisiones que acabó en lo deportivo tras acertar en contrataciones de personal, precio de entradas… Y él aprovechó la ocasión para aplicar el primer boceto del modelo estadístico con el que cambiar las reglas del juego, un instinto que siempre le había acompañado desde que cayó en sus manos (tenía 16 años) el libro de Bill James, el primer gran revolucionario del béisbol y el padre de la llegada de toda una generación de empollones y nerds a los despachos de las franquicias profesionales. Morey pensaba (piensa) que las matemáticas son concluyentes, no emocionales y encajan perfectamente con el deporte. Y esa idea ha sido el hilo de una carrera brillante pero cuestionada: cuando llegó a Houston los medios locales le apodaron Deep Blue, referencia a la supercomputadora de IBM que jugaba partidas de ajedrez.

Guste más o menos, Morey es reconocido como el gran revolucionario de la nueva era de estadísticas avanzadas, casi un pensador contracultural en los océanos de un baloncesto profesional que ha acabado yendo a su terreno. En el vestuario de sus Rockets había una pantalla enorme que mostraba los líderes de la competición en diferentes apartados estadísticos no convencionales. Y durante los partidos, Morey suele encerrarse en una sala de musculación del pabellón porque detesta el momento en el que la bola va a al aire y él ya no puede controlar lo que sucede. Define las derrotas como “dolor” y los triunfos como simple “alivio contra el dolor” y ubica su situación crítica en un triunfo por más de 20 puntos entrado el último cuarto: “a partir de ahí, ya solo pueden pasar cosas malas”. El Morey sabelotodo se convierte entonces en un aficionado histérico, ecos del joven que comenzó a desconfiar de los expertos de vieja escuela cuando su equipo favorito, los Indians de Cleveland (MLB) pasaron en 1987 de ser portada de Sports Illustrated como favoritos al título a ser el equipo con más derrotas.

Las limitaciones del método... y del ojo humano

Morey se planteó entonces que tal vez aquellos gurús no supieran en realidad gran cosa y comenzó a perfilar su Moreyball, un sistema llamado a limitar el error humano y que parte, al contrario de lo que se suele presuponer, de que en realidad no existe certeza alguna. Lo que trataba de explicar sobre precios futuros del petróleo en la asesoría en la que trabajaba antes de ser reclutado por los Celtics se lo llevó con él al baloncesto.

Leslie Alexander, que en 2008 fue elegido por Forbes mejor propietario de la NBA, le dejó claro a Morey desde el principio que le importaba muy poco lo que pensara nadie mientras consiguiera que los Rockets fueran uno de los mejores equipos de la Liga. En su primera entrevista le preguntó por su religión, y cuando un muy joven Morey contestaba nervioso (“mi familia es de tradición luterana y episcopal...”), el que estaba a punto de convertirse en su nuevo jefe le interrumpió: “¿no irás a decirme que crees que de verdad en toda esa mierda?". El nuevo general manager tendría vía libre para llevar su idea hasta las últimas consecuencias y en eso ha estado durante los últimos trece años, un período en el que aprendió a desconfiar de los números más de lo que le hubiera gustado y a devolver a la ecuación factores como el ojo humano o la química de vestuario. Al menos hasta cierto punto: en 2011 aprovechó el lockout para estudiar economía conductual y aprender a sortear, o como mínimo ponderar, los prejuicios y mecanismo de la mente humana. En su primera clase, la profesora hizo escribir a todos los alumnos los dos últimos números de su móvil en un lado de un papel. Y en el otro, el número de países africanos que pensaban que formaban parte de Naciones Unidas. La segunda cifra era más alta en todos aquellos que tenían cifras altas en la primera. Más madera.

Morey puso en práctica la primera versión de sus ecuaciones en el draft de 2003, con los Celtics: predecir lo impredecible, cambiar el proceso de la toma de decisiones. Su primer experimento fue un número 56, Brandon Hunter, un power forward de Ohio que dio minutos durante una temporada en los Celtics y luego hizo carrera en el extranjero. Para Morey, modesta pero suficiente prueba de que su sistema funcionaba, mucho antes de que la informática y la planificación de las franquicia se dieran la mano para generalizar lo que era excepción, casi un trabajo de científico loco: Morey se tuvo que ir a las oficinas de la NCAA en Indianápolis para fotocopiar partidos de dos décadas de baloncesto universitario y poder picar a mano todos los datos que le permitieron tener una base con la que realizar sus comparaciones/proyecciones. La prehistoria de los analytics.

Joey Dorsey, DeAndre Jordan... y Marc Gasol

En los Rockets, Morey ya manejaba un volumen ingente de información y avanzaba por terrenos que ahora son pan nuestro de cada día pero entonces eran una revolución. La consigna era profundizar más allá de los puntos, rebotes y asistencias: más rebotes sobre oportunidades de rebotes totales, datos por minuto y no por partido, fluctuaciones del equipo con un jugador en pista o fuera de ella... hasta asuntos relacionados con la vida familiar del jugador o cómo influían en su juego las distintas formas de ser de este o aquel entrenador. Con estrategias propias de Wall Street o de las campañas electorales, Morey comienza a perfilar el baloncesto del futuro, el que estamos viviendo ahora: ¿y si un jugador que anota mucho ayuda menos a su equipo que uno que anota mucho menos? Hoy suena obvio pero hace casi tres lustres era la llama de un nuevo enfoque global.

Morey sintió como un acierto su primer draft en Houston (en 2006 el equipo no tenía picks): con los números 26 y 31 eligió a Aaron Brooks y Carl Landry, jugadores que rindieron muy por encima del promedio de esas selecciones. Pero después pasaron cosas que pusieron el modelo en solfa y llevaron a Morey a una crisis de fe: en 2008 su fórmula le recomendó draftear con el número 33 a Joey Dorsey (que luego jugó en el Barcelona) cuando estaba disponible DeAndre Jordan, que fue elegido dos puestos después por los Clippers. De aquel patinazo (que asumió en cuanto vio a Dorsey en el primer amistoso de pretemporada) aprendió a añadir a sus baremos la edad del jugador (Dorsey fue drafteado con 24 años) o el nivel de los rivales a los que se había enfrentado en College… y a mirar más allá de la estadística: DeAndre había sido una estrella de instituto pero en su único año en Texas A&M acusó una nula integración y una mala relación con su entrenador.

Pero la mente humana también patinó: los mismos ojeadores que se jactaban de haberle recomendado a DeAndre habían patinado con Marc Gasol un año antes, cuando se burlaron de una imagen del español sin camiseta y le llamaron por su sobrepeso de entonces Man Boob (el hombre con tetas). El sistema estadístico sí recomendaba a Marc, pero Morey no se atrevió a dar el paso por tratarse de su primer draft como general manager. Así, a medida que acumuló experiencias también aumentó el rango de sus evaluaciones estadísticas en lo físico: en vez de cuánto salta un jugador, cuánto tarda en elevarse; en lugar de velocidad en sprint, tiempo de reacción en la arrancada… Y recuperó el factor humano pero con muchos condicionantes. Tras el caso Marc prohibió los apodos en su equipo de trabajo y creó normas para evitar prejuicios que afloraban recurrentemente en el trabajo de los ojeadores: el cerebro humano tiende a hacer coincidir lo que ve con lo que pensaba de antemano. Intenta confirmar sus prejuicios y genera un factor clave en el impacto que los jugadores tienen en los entrenamientos previos al draft en unos ojeadores que, además, son muy benevolentes con aquellos que les recuerdan a su propio estilo como jugador. El propio Morey jugaba como Bill Laimbeer y percibía en sí mismo la empatía con jugadores de ese mismo perfil.

Mientras él iba superando las contradicciones y limitaciones de sus modelos matemáticos, la Liga aceleraba para adaptarse a ellos: en 2012 el resultado del draft acabó siendo casi idéntico al que había previsto su programa. La nueva NBA es algo muy parecido a la visión que él tuvo de niño (“usar los números para ser mejor que los demás”) y el Moreyball es solo su versión más radical, una sobre la que cabalga el obsesivo Morey, por lo demás un tipo cuyo sentido del humor resulta enormemente apreciado en el mundillo NBA. Él mismo que le llevó, es un enamorado de Broadway, a tener su propio musical en el Catastrophic Theatre de Houston: se llamó Small Ball y contaba la historia de una isla perdida en el océano con habitantes muy bajitos, al estilo Lilliput, que pretende integrarse en el mundo moderno creando una selección de baloncesto en la que acaba jugando un trotamundos que llega a la isla y cuyo nombre es… Michael Jordan (ahí acaba el parecido con His Airness). El entrenador del equipo, que solo puede alinear a cuatro jugadores porque en la isla se desconoce el concepto del número 5, grita en un momento a su superior: “tus frías estadísticas le están arrancando el corazón al juego”. Así que sí, Morey tiene sentido del humor. Y una obsesión: triunfar con una visión del baloncesto que, nada más irse de Houston, trasladó a la Costa Este. A Philadelphia 76ers, un histórico donde ya tiene, además, a James Harden. Su jugador fetiche, su gran oportunidad.