¿Por qué odiamos a LeBron y adoramos a Stephen Curry?
Entré en mi habitación de hotel en Oakland, encendí la televisión y en ESPN debatían si el (tan poco oscuro) tono de piel de Stephen Curry tenía una influencia drástica en cómo le percibía la sociedad. A la mañana siguiente eché mano mientras desayunaba al suplemento de deportes del Wall Street Journal, que planteaba su previa de las Finales en términos, cómo no, de la primordial guerra Curry-LeBron. Pero, y me pareció interesante, giraba el objetivo de la cámara y apuntaba a quien leía: que apoyes a uno o a otro dice mucho de quien eres realmente. Ahora, con la NBA explotando un duelo de opuestos tan exactos que resulta cautivador, y siempre: hay algo en la psique humana que jerarquiza la distinción entre lo natural y lo adquirido, el talento que viene de serie y la técnica esculpida a través del trabajo. Un deportista de elite casi siempre es en realidad ambas cosas, pero en la simple silueta física de ambos se entiende la distinción, por mucho que LeBron sea evidentemente un jugador con unos fundamentos excepcionales y Stephen Curry sea un diablo físico (de 86 kilos y cara angelical, pero un diablo).
Decía el artículo que, y más en plena era tecnológica, podría parecer que el ser humano se posiciona del lado de los procesos de trabajo. Pero no es así: hay algo atávico que conecta con lo que es puro instinto. Lo natural. Y citaba un experimento que realizó con músicos la psicóloga social Chia Jung-Tsay después de ver cómo estos quitaban hierro en sus conversaciones a las horas que dedicaban a ensayar e incluso mentían para que su dedicación no pareciera tanta como era realmente. Una carrera para ver, en definitiva, en quién había más de genio innato. Así que les puso dos interpretaciones de la misma pieza musical, supuestamente una ejecutada por un instrumentista que era puro talento salvaje, la otra pasada por las manos de un meticuloso aprendiz que devino en virtuoso. Les gustó más la primera, el talento. Y no eligieron sus oídos sino sus cerebros: las dos piezas eran la misma. Sin embargo, este principio no parece servir en el caso que nos ocupa: LeBron y Curry, el yin y el yang.
Stephen Curry está revolucionando/reinventando el baloncesto, es un jugador único cuyo techo todavía no se conoce. También es el producto de una familia muy bien posicionadA (hijo de ex jugador NBA) y de una vida dedicada a ser cada día un poco mejor jugador que el anterior. Ahora mismo es una figura que ha trascendido el deporte, un icono global al que, siempre es así, poco a poco le van saliendo críticos. Irá a más cuanto más vaya ganando: otra vez, siempre es así. Creo que fue Terry Pratchett el que escribió que nunca había que olvidar que la multitud que aplaude en tu coronación será la misma que aplaudirá en tu decapitación porque, al fin y al cabo, lo que la gente quiere es un buen espectáculo. Curry, además, tiene una familia modélica y una vida aparentemente ejemplar. Y sonrisa de no haber roto un plato jamás. En definitiva, Curry es ya un jugador importante en la historia del baloncesto. Insisto: en los próximos años sabremos hasta qué punto, porque ahora mismo huele a Monte Rushmore.
Pero… ¿y qué demonios pasa con LeBron James?
Porque no te has olvidado de LeBron. Nadie se puede olvidar de él básicamente porque llega a la Final de la NBA cada temporada. La figura de LeBron es fascinante. Tanto como este dato: hace dos años, todavía figuraba (encuesta de Harris Poll) como el deportista más popular de Estados Unidos… y también como el más odiado. A diferencia de Curry, no está siendo mucho más de lo que jamás pareció que sería sino que tuvo el foco del mundo sobre él desde que jugaba en el Instituto: el Rey, el Elegido… Digamos que dejó atrás sus años de actitud prepotente (y cargante) y que aquella salida de Cleveland destino Miami que (por el fondo y sobre todo las formas: The Decision) le puso en todas las dianas con buena razón, quedó purgada con su sentido regreso a casa y con los hechos cotidianos de un tipo ya maduro y también familiar, intachable y generoso fuera de las canchas, muchísimo más que un deportista para su comunidad, en Ohio.
Además, y no hay que dejar de recordarlo por mucho que parezca que siempre ha estado ahí y por mucho que ahora otros cabalgan la ola buena, LeBron es un jugador de baloncesto extraordinario. Puede perder su quinta Final de siete pero la combinación de todo lo que hace en pista es algo único, una mutación nueva del jugador total. El número de anillos influye en el legado pero no es el legado: Jerry West ganó una Final, perdió ocho y su silueta sigue siendo el logo de la NBA. LeBron es tan bueno que es casi ilógico, aunque ahora ese adjetivo le encaje como un guante a Curry. Y ese es parte del problema: los calificativos no son excluyentes. Ambos pueden serlo, y de formas tan distintas que resulta especialmente fascinante.
Pero entonces, ¿qué pasa con LeBron James?
LeBron es una figura magnética, cautivadora. Yo le odié (y uso a la ligera ese verbo pero hablo de ese odio deportivo que está a años luz de parecerse a cualquier atisbo de odio real) en esa etapa de los Heat (en tantas cosas demasiado fastuosa y algo prefabricada) que parece que fue hace dos siglos. LeBron es un jugador superlativo, al que admiro profundamente pero con el que me pasa que casi, casi siempre encuentro razones para animar al equipo que juega contra el suyo. Cada paso que ha dado durante casi la mitad de su vida ha sido escrutado hasta la náusea: criticado cuando ha hablado y cuando ha callado, cuando se ha mojado en cuestiones sociales y cuando ha guardado silencio, cuando se ha definido como el mejor y cuando ha dado un paso a un lado. Comprendido muchas veces a medias seguramente, y es paradójico, hasta que le ha importado menos que nunca que le comprendamos. Sea por el hype de sus años de juventud, por su vida loca en el salto y adaptación a Miami, porque se le ha visto a veces tan superior que su caída siempre era una historia mejor que sus conquistas, porque sus virtudes como jugador son inimitables y sus defectos extremadamente analizables… por lo que sea, con LeBron no hay término medio. Y muchas veces sale cruz. Y recuerdo que no todo es The Decision y el exhibicionismo de la formación del big-three de Miami: la web ihatelebronjames.com existía al menos un par de años antes de aquel verano de 2010.
O quizá todo se resuma en que en este asunto de LeBron y Curry haya, vuelvo a esa idea, más de nosotros como observadores que de ellos como observados. De nosotros y de estos tiempos, como mínimo confusos: las modas vuelan, todo se cuantifica, la tecnología es más mensaje que medio y el acceso a todo en todo momento hace que la capacidad de asombro se diluya y lo extraordinario se haga rutina, algo a lo que (es uno de las claves de su significado como equipo/hecho social) por ahora son inmunes Curry sus Warriors. No LeBron: si ha jugado siete Finales y seis seguidas, parece que lo único relevante es que ha perdido (por ahora) cuatro. Si ronda el triple-doble casi en cada partido, el asunto es que tira mal. Como si todo lo que siguiera haciendo después de trece años en la NBA fuera normal, o lo mínimo que se le podría exigir a un tipo como él.
Son tiempos de los que se diría que ni siquiera vale ser el mejor ahora, solo ser el mejor de siempre. En los que parece que se prefiere hablar del que falla que del que triunfa, y en los que en seguida se exageran los calificativos para lo bueno… y sobre todo para lo malo. Si LeBron pierde su legado se resquebrajará, pero si pierden los Warriors será un ridículo porque no han sido campeones después de ganar 73 partidos. Los Spurs fracasaron por estrellarse contra los Thunder que a la vez han fracasado por no rematar a tiempo a los Warriors. Uno diría que, más allá de análisis más profundos, los Spurs han sido un equipazo que no pudo con otro equipazo que a su vez no ha podido con la madre de todos los equipazos. Y que lo que ha hecho Stephen Curry esta temporada (un sueño imposible) es algo que no olvidaremos jamás igual que lo que hace LeBron cada temporada es algo que muy pocos han podido hacer en toda la historia. Y ambos, ríos que desembocan en las Finales, perfilan una rivalidad perfecta que está enmarcando ya un tiempo propio en la NBA. Dos estilos absolutamente opuestos, dos físicos radicalmente distintos, dos orígenes incomparables, dos colores de piel en matices diferentes… y un toque de lo atávico contra lo cibernético, la natural contra lo aprendido. ¿Pasado contra futuro? Más bien un presente radiante que conviene exprimir a conciencia. Y elegir bando, claro. Siempre es más divertido así.